sábado, 29 de agosto de 2009

San Escrivá en Buenos Aires

En marzo de 1939, las tropas del caudillo nacionalista y católico Francisco Franco entraban victoriosas en Madrid, después de aplastar a sangre y fuego, con el auxilio de Adolfo Hitler y Benito Mussolini, la resistencia de la España republicana y laica, que se había sostenido a lo largo de tres años. En uno de los camiones militares, desde los que se prodigaba el saludo fascista del brazo derecho levantado y rígido, entraba también el cura José María Escrivá de Balaguer, fundador de una secta a la que había llamado Opus Dei.

Durante los 36 años de dictadura franquista, el Opus, o La Obra, como la llaman sus acólitos, le proporcionó al Generalísimo ministros y consejeros. Y creció, y se hizo cargo de buena parte de la educación de los niños y jóvenes españoles, cuyos maestros estaban muertos, presos o desterrados. En 1958, Escrivá se congratulaba con Franco: “No he podido por menos de alegrarme, como sacerdote y como español, de que la voz autorizada del Jefe del Estado proclame que la Nación española considera como timbre de honor el acatamiento a la Ley de Dios, según la doctrina de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, única y verdadera y Fe, inseparable de la conciencia nacional".

El Caudillo no mezquinó las retribuciones. Diez años más tarde le concedió al jefe de La Obra, a su pedido, el título de Marqués de Peralta. Extraña ambición para quien decía amar la mortificación: "Bendito sea el dolor”, escribía, “amado sea el dolor, santificado sea el dolor, glorificado sea el dolor".







El Opus creció, y se difundió por el mundo. Hizo pie también en América Latina, donde tuvo entre sus benefactores a Augusto Pinochet, a quien Escrivá visitó en 1974. Allí, dos periodistas le dijeron que la dictadura anegaba en sangre a Chile, y oyeron una respuesta terminante: “Yo os digo que aquella sangre es necesaria”.

Murió, como Franco, en 1975. La Iglesia no tardó en recompensarlo por los servicios prestados. Un papa de su mismo palo ideológico, Carol Wojtila, alias Juan Pablo II, lo beatificó en 1982 y lo hizo santo en 2002. Seguramente algunas de sus ideas más luminosas lo ayudaron a trepar hasta la santidad: que había que “obedecer ciegamente al superior”, que las mujeres “deberían ser como alfombras donde la gente pueda pisar”.

Así que hoy San Escrivá está sentado a la derecha de dios padre, desde donde participa en calidad de intercesor de un intenso tráfico de ruegos, perdones, gracias y milagros. Aquí en la Tierra, su secta sigue trabajando. Tiene más de 80.000 miembros en todo el mundo, que se ocupan de menesteres vinculados con el poder económico y el político, pero también de fogonear el culto a su santo fundador. Así, el Opus Dei produce y financia la película sobre su vida que dirige el británico Roland Joffé. Ellos no dudan de que va a ser un éxito. Como decía San Escrivá, “La Obra siempre triunfa y sale airosa porque Dios así lo quiere”. La película, dicho sea de paso, se está rodando en Buenos Aires. Por algo será.

domingo, 23 de agosto de 2009

Una ciudad de Alemania (escena en el subte)

El chico es morocho, bajito. Ha subido en la estación Bulnes, y en seguida se ha puesto a tocar concienzudamente el acordeón. Algún pasajero lo acompaña distraído, canturreando: “Los caminos de la vida no son lo que yo esperaba”. Cuando termina la pieza se presenta, se come las eses, larga de un tirón: tiene 16 años, el padre se ha muerto hace dos, la madre está sin trabajo, él quiere comprar leche para sus hermanitos, que son cuatro. En seguida se pone a recorrer el coche para recoger la retribución por el número musical.

En una punta del vagón, un muchacho alto, de unos treinta años, interrumpe su conversación en alemán con la joven rubia que lo acompaña para darle una moneda al acordeonista. El chico lo sorprende, sorprende, en voz bien alta, con algo que suena como "danke schöen". Y lo vuelve a sorprender: “¿Frankfurt?”. En un español rudimentario y duro, el alemán le contesta que no, que su ciudad está más al norte. “¿Stuttgart?”, insiste el chico después de pensar un segundo. Otra vez que no, que eso está en el sur. Pero el chico no se da por vencido, y ya caminando hacia el otro extremo del coche prueba con “¿Hamburgo?”. Esta vez el alemán se limita a negar con la cabeza mientras baja en la estación Pueyrredon, de la mano con la rubia.

El chico, que parece haberse olvidado de la recaudación, camina unos pasos con la cabeza gacha. De repente corre hasta la puerta, que empieza a cerrarse, la traba con un pie, se asoma hacia el andén y pregunta, grita: “¿Berlín?”. El alemán se vuelve, vacila, hace que sí con la cabeza, se da vuelta de nuevo. El chico libera la puerta, se apoya en el pasamanos cromado, suspira, cierra los ojos, los abre, dice “Berlín”, lo confirma, se lo dice a todos, a nadie, vaya a saber a quién.

sábado, 22 de agosto de 2009

Trelew, 22 de agosto

Cuando el cabo retirado de la Armada Carlos Marandino admitió ante un juez en febrero del año pasado que el 22 de agosto de 1972 ninguno de los diecinueve guerrilleros presos en la Base Almirante Zar, en Trelew, había intentado fugarse, ni había desarmado al capitán de corbeta Luis Sosa, ni había enfrentado a los tiros a los marinos, sino que simplemente se los había ametrallado a sangre fría, sucedió algo verdaderamente nuevo.

No se trataba ya de la autocrítica del jefe del Ejército o de la Marina por el empleo de procedimientos ilegales y por otras culpas colectivas, sino de un simple y contundente relato particular: unos hombres armados, con uniforme, que asesinaban a tiros a prisioneros indefensos.

No había nada sorprendente en el relato en sí. Marandino no había hecho más que decir lo que millones de argentinos sabían, conjeturaban, creían – perplejos ante una versión oficial auténticamente increíble - desde hacía treinta y cinco años. El joven suboficial de 1972 había retenido, guardado, callado, durante todo ese tiempo, su sencillo relato. Ningún juez le había preguntado nunca acerca de lo sucedido aquel día, y sus superiores lo habían mandado bien lejos, a los Estados Unidos, con la boca sellada.

Pero en la confesión de Marandino terminaba lo nuevo. Sosa, su superior de entonces, insistió ante el mismo juez en aquel “libreto que no está hecho para ser creído”, según la expresión de Rodolfo Walsh: en la base de Trelew no se fusiló a nadie, sino que se repelió la agresión de los prisioneros que intentaban fugarse con la única arma que uno de ellos le había arrebatado.

También se atuvo a la letra de la vieja fábula el octogenario capitán de navío retirado Horacio Mayorga, de quien dependía la Base en 1972, y del que se sospecha que pudo haber dado la orden de masacrar a los presos. Mayorga fue aun más lejos. Sin sombra de culpa, asumió como propias las palabras del discurso que sus subordinados escucharon en Trelew cuando todavía no se había apagado el eco de los disparos: "La Armada no asesina. No lo hizo, no lo hará nunca. Se hizo lo que se tenía que hacer. No hay que disculparse porque no hay culpa. La muerte está en el plan de Dios no para castigo sino para la reflexión de muchos”.

Los avances en la investigación, el juzgamiento y el castigo de los crímenes de la última dictadura han hecho suponer a muchos que toda una época está a punto de ser definitivamente sepultada. Sin embargo, da la impresión de que Sosa y Mayorga, prologuistas de la represión ilegal planificada, tanto como los autores de la desaparición del testigo de cargo Julio López, los panegiristas rurales de José Martínez de Hoz, o la agitadora videlista Cecilia Pando tienen razones para creer que la Argentina que alumbró el Terrorismo de Estado se sacude y boquea, pero no está muerta.

lunes, 17 de agosto de 2009

Zitarrosa, en voz muy baja


Hace tres o cuatro años, una estudiante que ahora debe superar por poco los treinta recordaba que había crecido, durante la dictadura militar, “en una de esas casas en las que se escuchaba cantar a Alfredo Zitarrosa a un volumen muy bajo”. Las hijas mayores del autor de estas líneas también tuvieron una niñez poblada de canciones de Zitarrosa a volumen bajo. Se lo quería escuchar adentro, pero era mejor que no se lo escuchara afuera. La música del cantor uruguayo estaba prohibida, pero formaba parte de las vidas de muchos de los que entonces padecían el silencio.

Él, en ese tiempo, arrastraba su dolor en el exilio. La censura, o mejor dicho el terror informativo, hizo posible que se difundiera de boca en boca la falsa noticia de que había muerto, en Madrid. Pero en 1984 volvió a su país, con su arte, con su lucidez, con su integridad personal, con sus convicciones políticas. Ya se había reencontrado con el público argentino en un recital en Obras Sanitarias, y su voz había vuelto a salir a la calle a todo volumen, desde las ventanas de muchas casas. Cuando sí murió en Montevideo, cinco años después, un golpe fuerte sacudió a la cultura popular en el Río de la Plata.

El domingo 16, en Página 12, el periodista Carlos Rodríguez informó acerca del desalojo del Centro Cultural Zitarrosa, en Villa Urquiza. “La topadora del jefe de Gobierno porteño, Mauricio Macri - escribió -, no respeta apellidos ni historias”. “Se ve que al actual gobierno de la ciudad no le gusta mucho el apellido Zitarrosa”, le dijo a Rodríguez la hermana del cantor. No, seguramente no debe gustarle. Probablemente le gustaría, en cambio, que la voz de Alfredo Zitarrosa volviera a escucharse a un volumen muy bajo.

jueves, 13 de agosto de 2009

Los culpables según Biasatti

Después de un informe acerca de las desdichas de una familia sin techo de Buenos Aires, Santo Biasatti pronunció frente a las cámaras de televisión, hace algunos días, un enfático editorial. Culpó a la Presidenta Cristina Fernández y a todos sus predecesores, a todos los gobernadores de provincia, a todos los intendentes municipales. La prolija lista incluyó a cada uno de los concejales de cada municipio del país. En otras palabras, a toda la mal llamada clase política. Con el ceño fruncido y el índice en alto, Biasatti casi gritó que todos ellos son los culpables de la pobreza de los pobres. Añadió una amenaza: Dios y la Patria se los van a demandar.

Curiosamente, omitió mencionar a los banqueros, a los industriales, a los terratenientes, a los especuladores financieros, a los propietarios de los grandes grupos de capital concentrado. A los dueños de los medios de comunicación, que suelen serlo también de muchas otras empresas. Santo Biasatti se ufana de ser un periodista independiente, y lleva muchos años en el oficio. Parece por lo menos extraño que ignore las reglas más elementales del funcionamiento del capitalismo. Que no se haya dado cuenta de que no hay explotados sin explotadores. Que no sepa que el trabajo robado a los pobres es lo que hace ricos a los ricos. Es probable que Biasatti sea independiente de las autoridades políticas. No parece que lo sea, en cambio, de sus auspiciantes ni de sus patrones.

sábado, 8 de agosto de 2009

Benedicto y la pobreza

La hipocresía no es cuantificable. Si lo fuera, el propietario de la mayor cantidad de ella sería, muy probablemente, Joseph Ratzinger, más conocido como Benedicto XVI por quienes creen que Dios existe, y que tiene un hijo llamado Jesús, quien a su vez tiene un vicario en la Tierra, que reside y manda en el Vaticano.

El tal Benedicto, el Santo Padre que vive en Roma, no gobierna un Estado que tiene un pasado como todos, con dirigentes que pudieron trabajar por la justicia o aplastar a los más débiles. Lo que él gobierna es la religión católica, la más poderosa del mundo, que se considera en posesión de la Verdad indiscutible por los siglos de los siglos.

Por lo tanto, él es tan responsable como sus antecesores de la obra del catolicismo: de la persecución de los paganos una vez que el Emperador de Roma Constantino se convirtió a su fe, de las brutalidades evangélicas de la conquista de América, de la esclavización de los africanos que carecían de alma, de la humillación de millones de sufrientes de todo el mundo que aceptaron sus miserias a cambio de la promesa de un venturoso más allá.

Ahora Ratzinger está escandalizado por la pobreza en la Argentina, llama a poner plata en una colecta de Caritas, e invoca a la protección de la Virgen de Luján. No importa que Carol Wojtila, el anterior rey de los católicos al que él se propone convertir en santo, un buen aliado de las peores dictaduras latinoamericanas, haya colaborado con eficacia en la empresa política y económica que hundió en la miseria a buena parte del tercer mundo durante los años ochenta y noventa.

De modo que Benedicto se rasga las vestiduras por la existencia de los pobres cuya religión dueña de la verdad eterna contribuyó a crear y a mantener. La señora de Luján, que cuida los intereses de las pobres gentes de esta tierra, por su parte, y a juzgar por los resultados, disfruta de una enorme capacidad de distracción. Casi tan grande como la hipocresía del papa.