martes, 5 de enero de 2010

Salud, Alfredo


La noticia fue como un mazazo. Era el 17 de enero de 1989. En la redacción de El Periodista, donde hasta ese momento sólo se pensaba en el ascenso de Carlos Menem, que avanzaba hacia la presidencia, en la interna del Ejército, donde la estrella del general Isidro Cáceres brillaba por encima de la de Martín Balza, y en los setenta años de la Semana Trágica, alguien pegó el grito: “Murió Zitarrosa”. Hubo un silencio macizo, duro. Después, ojos húmedos y gargantas ahogadas. Algunos se fueron a la calle, solos, o a la mesa del boliche de enfrente, a tomar un vino y a esperar que volvieran las palabras. Nadie quería escribir la necrológica, pero todos habríamos querido hacerlo.

¿Qué poner? Tal vez, que la música popular del Río de la Plata no era la misma desde que Zitarrosa cantó por primera vez que Becho tenía “cara de chiquilín sin maestra”. O que nos habíamos sentido culturalmente inaugurados el día o la noche en que le oímos decir que “cuando el pueblo las canta, recién empieza la vida de las coplas y su certeza”. O que habíamos llorado de amor, con él: “Qué pena que no me duela tu nombre ahora”.

O que Guitarra Negra nos había colocado exactamente, con dolor y con rabia, con emoción, con tristeza, con orgullo, con olor a derrota y a futuro, en la encrucijada precisa de nuestra época. Y que habíamos temido por su suerte en el exilio, sin pensar en que nosotros estábamos aquí, en medio de la tormenta perfecta, porque lo queríamos, porque sabíamos que nos quería, porque estábamos seguros de que él andaba por el mundo como “un south american singing”, según se definió en Australia, y eso nos hacía bien, aunque más no fuera.

Para el que suscribe, entre los recuerdos ligados a enero, siempre prevalece el de que Alfredo Zitarrosa nos abandonó por primera y última vez, porque no pudo más, o porque no pudimos sostenerlo, o porque el amor no alcanzó. Por suerte para nosotros, el Loco Antonio sigue fumando junto al puente de fierro, Prudencio Correa se sigue arremangando en el minuto final, la bailarina sigue yendo hacia el atleta, y aún ahora, con toda esta pena, viene un viento muy fresco del mar. Salud, Alfredo.