martes, 22 de junio de 2010

Belgrano, el militante

A Manuel Belgrano habría que recordarlo como a un militante. En sus tiempos no existía esa palabra, y hoy está poco prestigiada. Pero él era eso, un militante de la revolución contra el Antiguo Régimen. Tenía casi cuarenta años en mayo de 1810, pero se había hecho revolucionario en 1789, cuando tenía menos de veinte. Entonces era estudiante en España, y desde allí seguía las noticias de la Gran Revolución de Francia. Fue en esa época, según contó en su autobiografía, que lo ganaron “las ideas de libertad e igualdad”: en adelante “sólo vería tiranos en quienes se opusieran a que todos los hombres gozaran de sus derechos”.

De vuelta en Buenos Aires, siguió militando. Como funcionario, impulsaba reformas democráticas. Como súbdito, conspiraba. La imagen más difundida de Belgrano dibuja un hombre blando, buenazo, casi inofensivo. Lo cierto es que en los días de mayo se ofreció para tirar personalmente al virrey por las ventanas del Fuerte si se negaba a entregar el poder, y que después del 25, cuando alguien tenía que hacerse general y hacer la guerra a miles de kilómetros de Buenos Aires, el que lo hizo fue él. No porque fuera dócil a los deseos de los demás, sino porque era un militante. También por eso levantó una bandera en 1812, y lo hizo al costo de ser castigado por su propio gobierno. Una bandera era una causa, y la causa era la revolución.

Como buen militante, se tomó en serio el trabajo de general, al punto de que José de San Martín lo definió como “el mejor de la América del Sur”. Belgrano había nacido para otra cosa, para otros trabajos. Pero tuvo que hacer la guerra. Probablemente habría hecho suyas las palabras del dramaturgo y poeta Bertold Brecht, otro militante, pero del siglo XX: "Nosotros, que queríamos preparar el camino para la amabilidad, no pudimos ser amables".

Al general, nadie lo narró mejor que José María Paz, militar brillante, observador agudo, que sirvió a sus órdenes durante casi una década: "Por más críticas que fuesen nuestras circunstancias, jamás se dejó sobrecoger del terror que suele dominar a las almas vulgares”. Cuando suponía un acto de cobardía en alguno de sus oficiales, el militante Belgrano mandaba al diablo sus modales refinados. Poco antes de la batalla de Ayohuma, a un oficial que avisó varias veces lo cerca que se oía el cañoneo enemigo, le mandó contestar: “Si tiene miedo, que se ate los calzones”. Él, por su parte, dice Paz, “fue siempre de los últimos que se retiró del campo de batalla, dando ejemplo, y haciendo menos graves nuestras pérdidas".

Murió a los cincuenta años, cuando su revolución ya era un sueño eterno, como ha escrito Andrés Rivera. A pesar de haber nacido en una familia de la élite porteña, y de haber ejercido el gobierno, y de haber sido general, y de haber mandado ejércitos, apenas si pudo entregarle al médico que lo atendía un viejo reloj de oro en pago de sus servicios. Cuando murió, un día de 1820, que ciento noventa años después acabamos de celebrar como el día de la Bandera, muy pocos en Buenos Aires registraron la noticia. Suele sucederles a los militantes.

viernes, 11 de junio de 2010

Fútbol Argentino

Tiene más orgullo que títulos. A sus amantes, eso no les importa. Ellos no se cuentan entre los que esperan que la Selección gane como sea. Con un cabezazo afortunado, después de un centro a la olla en un partido en que ha jugado mal, no. Tiene que haber Fútbol Argentino, que se escribe con mayúsculas porque es el nombre de una idea.

Durante un par de años vividos en Italia cuando era un chico de 12 o 13, el cronista supo que su orgullo nacional, incentivado por la lejanía, era inseparable de la manera en que trataba a la pelota Omar Sívori, que encandilaba a los italianos con la camiseta de la Juventus. Entonces empezó a amar el fútbol y a vislumbrar un particular modo de ser, el Fútbol Argentino, en el universo de ese juego.

Así nació una pasión que, por extraño que parezca, fue para siempre. Se acomodó ahí, al lado de otras que ya estaban, y tuvo que hacerles lugar a las que fueron llegando después, pero se quedó. La Selección fue su encarnación más fuerte. En 1973, un año por tantas razones significativo, la pasión encontró un objeto inolvidable: el equipo de Huracán que entrenaba César Luis Menotti. Ahí había Fútbol Argentino para regalar. Por eso, la llegada del Flaco a la dirección técnica de la Selección, después del Mundial del ’74, fue como la victoria final que se negaba en otros ámbitos.

Al cronista siempre lo ha sorprendido la identificación que algunos proponen entre Menotti y la dictadura. Por el contrario, en aquella época estaba seguro de que para los terroristas de Estado aceptar a Menotti en el lugar que tenía era una derrota. No solo por las ideas políticas que se le conocían, sino sobre todo por su manera democrática y popular de entender el juego, ese juego que era nada menos que el Fútbol Argentino.

El Mundial del 78 se jugó para el autor de estas líneas en una doble clave, la del odio a la dictadura y el amor al fútbol. No fue a ninguno de los partidos, pero vio todos los que pudo en su televisor blanco y negro. No fue al obelisco a celebrar el triunfo, pero lo celebró mucho, solo, para adentro. Ojalá que en Sudáfrica haya Fútbol Argentino, cualquiera sea el que se lleve el título, y que sus amantes lo celebren en la calle.