sábado, 11 de septiembre de 2010

A la memoria del Chileno

Se llamaba Oscar. Le decíamos El chileno, pero era argentino. Sólo que cuando lo conocimos, en 1972, venía de Chile, donde militaba en la Juventud Socialista. Se había propuesto hacer el viaje del Che por América Latina, pero apenas llegado a Chile lo había enamorado la lucha por el socialismo que se había abierto con la llegada al gobierno de Salvador Allende. Y allí se quedó. Ni él ni sus compañeros creían que la vía pacífica fuera posible. Estaba convencido de que había un golpe militar en marcha, y había venido al país para denunciar la conspiración y conseguir la solidaridad de las organizaciones políticas y del movimiento obrero con la resistencia que estaban dispuestos a dar. El chileno era un tipo lúcido, valiente, generoso. Estuvo varios meses aquí, trabajando sin descanso, llevando su mensaje a asambleas estudiantiles, a congresos sindicales, participando en movilizaciones callejeras contra la dictadura de Alejandro Lanusse. También se enamoró de una compañera, Margy. Cuando supo que el golpe era inminente, se despidió con una carta conmovedora. Sentía la tentación de quedarse, entre otras cosas por su pareja, pero decía que no podía fallarles a los que lo esperaban allá para dar la batalla final por el socialismo en Chile, para resistir al fascismo. Lo despedimos en Retiro. Lo vimos alejarse, de pie en la puerta trasera del último vagón, con el puño en alto. Así lo recordamos todavía. Era, creo, agosto de 1973. Dos meses después del golpe, supimos que El chileno había muerto. A la misma estación Retiro llegó, en tren, su ataúd. Según la versión oficial de los dictadores, su cuerpo había aparecido acribillado en las calles de Santiago. Mucho después, Margy encontró un sobreviviente que decía haberlo visto preso, en octubre, en el Estadio Nacional. Él habría querido morir peleando en los cordones industriales de la capital, donde militaba. Nunca supimos bien cómo cayó. Tenía 24 años.

viernes, 10 de septiembre de 2010

En el país de dios

"Soy cristiano, americano, heterosexual, pro armas y conservador". Así decía, según una crónica que difundió hace unos diez días la agencia DPA, la inscripción en la remera de un manifestante del movimiento derechista Tea Party, en Washington. Todo un programa, el del portador de la remera, que era sólo uno de los miles, decenas de miles, que se concentraron frente al monumento a Abraham Lincoln el pasado 28 de agosto.

Allí estaba Sarah Palin, ex candidata a vice presidenta de los Estados Unidos por el partido Republicano. "Tenemos que restaurar el honor de nuestro país", dijo. Estaba también un tal Glenn Beck, al que la crónica definía como religioso, presentador de televisión, alcohólico convertido en abstemio fanático. Él aportó su consigna: "Hoy Estados Unidos comienza a volver otra vez a Dios”.

Otro cristiano, conservador y belicista, el ex presidente George W. Bush, era homenajeado en la marcha por carteles y consignas. Allí se lo extrañaba. No es para menos. Él también quiso devolver a su país la honra perdida el 11 de septiembre de 2001, para lo que tuvo que destrozar a Irak y a Afganistán. Y lo hizo a pedido de alguien muy especial, según su relato: “Dios me dijo, George, ve y lucha contra esos terroristas en Afganistán. Y lo hice. Y entonces me dijo, George, ve y acaba con la tiranía en Irak, y lo hice”.

El escritor de origen palestino Edward Said escribió hace casi siete años que la base del poder de Bush eran “los entre 60 y 70 millones de cristianos fundamentalistas que, como él, creen que han visto a Jesús y están aquí para llevar a cabo la obra de Dios en el país de Dios”. Los manifestantes del Tea Party integran ese colectivo. Están enojados con Barack Obama, a quien consideran un socialista musulmán que ha huido de Irak, aunque siga haciendo llover bombas sobre Afganistan. Ellos quieren que su presidente se tome en serio su trabajo en el país de dios. Y está probado que son capaces de conseguirlo.