lunes, 18 de julio de 2011

Un país de blancos


“Aquí somos todos blancos”, vociferaba Miguel Cané, el autor de Juvenilia, joven mimado y brillante de la élite que gobernaba la Argentina en los años ochenta del siglo XIX. Por entonces se estaban dando los últimos toques a la fundación de un país, de una nación, de una idea que sobrevivió largamente a la hegemonía política del sector de clase que la alumbró.

De esa época quedó un puñado de verdades que ya no se puso en duda. Éste es un país de blancos. En la Argentina no hay negros. Los argentinos somos europeos trasplantados. Los negros murieron en la Guerra del Paraguay y cuando la peste de fiebre amarilla, en 1870. Aquí se terminó con los indios y con los negros. Y sin traumas, sin rencores, sin resentimientos. Eso nos diferencia de los otros países de América Latina.

Aunque no se lo dijera así, se hablaba con orgullo y alivio de dos genocidios discretos y eficaces. En la Argentina no hay problemas raciales. ¿Porque se trata de una sociedad igualitaria y libre? Bueno, no. Porque no hay negros ni indios. Los hubo, antes, pero ya desaparecieron. Desaparecidos. Una palabra muy presente en la historia de este país.

Los extranjeros también preguntan: “¿Aquí hubo negros?”. Sí, claro, si hasta en los actos escolares casi todos los niños han tenido que interpretar alguna vez a las simpáticas negritas que vendían mazamorra o a los negritos que vendían velas en los días de la Revolución de Mayo. Según el censo de 1778, no eran pocos: la tercera parte de la población de Buenos Aires, por ejemplo. Y en las provincias del centro y del noroeste, muchos más. Tal vez la mitad del total. Y hay viajeros que aseguran que los negros y mulatos eran muchos más de lo que reconocían las cifras oficiales, porque los que habían logrado una cierta posición se declaraban blancos y eran aceptados como tales. “El dinero blanquea”, se decía.

Es cierto que muchos negros, esclavos o libertos, murieron en las guerras de independencia y civiles. La tercera parte del ejército que cruzó los Andes en 1817, se sabe, estaba formada por africanos. El joven oficial Manuel de Olazábal, que acompañó a José de San Martín en un viaje de regreso a Mendoza, relata cómo el general se detuvo en el campo de batalla de Chacabuco, frente al túmulo que señalaba la fosa común donde yacían los restos de los soldados del 8 de infantería, y murmuró con tristeza: “Pobres negros”.

Pero según ha demostrado recientemente Lea Geler, en Andares negros, caminos blancos, el èxito del genocidio, hacia 1880, era más eficaz en el discurso oficial que en la realidad. No había negros, pero en Buenos Aires circulaban ese año nada menos que veinte diarios o revistas afro. No había negros, pero en la ceremonia de repatriación de los restos de San Martín, precisamente, ese mismo año, según narra la historiadora Beatriz Bragoni, además de políticos, académicos, militares y otros miembros de la élite blanca, había representantes de "varias asociaciones de africanos”. En la emocionante recepción de los restos se ejecutó la Gran marcha fúnebre, compuesta por el joven músico Zenón Rolón, que había nacido en Buenos Aires en 1856. En este país de blancos, Rolón era negro. Hijo de esclavos.

viernes, 15 de julio de 2011

Vida presunta de un Jefe de Gobierno


Cuando él nació, en febrero de 1959, hacía muy poco que Arturo Frondizi había dado a luz el Plan Conintes con el fin de perseguir a los trabajadores en  huelga y llenar las cárceles con ellos. Casi medio siglo después, como Jefe de Gobierno de la ciudad de Buenos Aires, vetó una ley sancionada por la Legislatura que proponía merecidas aunque tardías reparaciones para las víctimas, precisamente, de aquel plan.

Solo tenía diez años cuando el país se sacudió con el Cordobazo. Su padre el millonario debió taparle los ojos y los oídos para que no le llegaran el sonido y la furia de la revuelta popular. Sus compañeritos del colegio Cardenal Newman lo deben haber ayudado a evitar también toda exposición al ventarrón de los años setenta.

Recién cumplidos los 17, ya era un hombrecito el 24 de marzo de 1976. Deben haber celebrado todos juntos, en el colegio, el nacimiento de un nuevo país. Tal vez se enteró de que en la lejana Tucumán un general hacía amontonar en camiones a todos los mendigos de las calles y los hacía abandonar lejos, en medio de la nada, donde no afearan el paisaje urbano. Tal vez aprendía, por si alguna vez tenía que gobernar una ciudad.

La Pontificia Universidad Católica Argentina lo acogió en su seno para que allí se convirtiera en ingeniero, de modo que pasó los años del Terrorismo de Estado en esas piadosas aulas, a salvo de la verdad. No hubo desaparecidos, ni en los alrededores de casa, ni en la Facu, ni en los lugares en los que se divertía y practicaba deportes sanamente, con otros jóvenes herederos.

Ya con el diploma universitario y con las bendiciones del Opus, siguió sus estudios, o su recolección de títulos, según se mire. Hubo cursos en Columbia University  y en The Warthon School of the University of Pennsylvania. Ellos versaban sobre habilidades financieras para ejecutivos. Tal vez aprendía así cómo conducir un estado, sin saberlo, porque todo interés por la política le era ajeno.

Después sí, el duro mundo del trabajo en las empresas del padre rico y amigo del poder, que en esa época ejercía Carlos Menem. Él aprendía, en ese mundo lleno de dinero, de viajes, de largas vacaciones en Punta, de fiestas exclusivas, de muchachas que salían en la revista Caras. Fue entonces, con seguridad, que nació la vocación. Cuando consiguió la presidencia de uno de los clubes más grandes del país, supo que podía lograrlo, sin enterarse siquiera de qué cosa era la política.

Ahora está ahí, a un paso de la reelección en Buenos Aires. Todos saben lo que ha hecho y lo que ha dejado de hacer en la mayor de las ciudades del país. Lo más grave, probablemente, es que él en sí mismo es una rotunda desmentida  a lo que algunos habían empezado a creer: que los peores legados de la década infame menemista habían sido conjurados en el país. Él sonríe y baila, entre globos de colores. Detrás de él, hay quienes piensan que, con un poco de suerte, lo aguarda un escalón más alto después de la ciudad.