jueves, 9 de febrero de 2012

Vive el gallo rojo


Estuve en España cuando era chico, en 1960, y en el 61. Pleno franquismo. Los guías turísticos lo llevaban a uno a visitar el Alcázar de Toledo, y hablaban de “los nuestros” cuando se referían a los nacionalistas vencedores. Las empleadas de limpieza de los edificios de departamentos y de los hoteles limpiaban el piso de rodillas, trapo en mano. Los mozos, los choferes, los vendedores callejeros a los que mi viejo trataba de sonsacar sobre el dictador se limitaban a las evasivas y a las sonrisas de compromiso. Baltasar Garzón era entonces un niño pequeño en la pobre Andalucía.

Solo había un relato que se dejaba oír: el de los buenos patriotas y creyentes que habían salvado a España de los herejes comunistas. Con el tiempo, me hice de otro relato. Estudié la guerra civil, escuché las canciones de la resistencia, leí los versos de Miguel Hernández, de Rafael Alberti, de César Vallejo, de León Felipe, y de tantos. Un día luminoso de principios de los setenta, en el desaparecido Cine Arte, vi por primera vez, y para siempre, Morir en Madrid. Escuché narraciones en primera persona de desterrados y sobrevivientes. Amé a la República española, odié al franquismo. 

Después, la tragedia se ensañó aquí. Justo cuando allá terminaba, o empezaba a terminar. Allá moría el Caudillo por la Gracia de Dios, aquí Jorge Videla y sus secuaces se hacían con la suma del poder público. Aquí se lanzaba la de secuestros, torturas, ejecuciones, y desaparición de personas que allá se terminaba. Cómo olvidar el olor a libertad que nos traían las películas y las series que lograban atravesar la censura a principios de los ochenta. Cómo olvidar Solos en la madrugada, y la dedicatoria del final. Había una línea cuyo recuerdo todavía me conmueve: “A Miguel Hernández, que se murió sin que nosotros supiéramos que existía”.

Volví a ver a España en años mejores, y encontré amigos estupendos, y una sociedad fascinante. Mi hija mayor vivió en Barcelona varios años, después de nuestro 2001, y la amó. Yo también lo hice, y como tantos otros celebré y agradecí que Garzón se esforzara por perseguir a los genocidas que aquí estaban protegidos por las leyes de la impunidad. Y aunque parezca que en alguno de estos últimos años se ha muerto la esperanza de que a la vieja dictadura de la España Negra y Católica la reemplazara una España libre, justa, roja, y aunque ahora la reacción franquista se arroje sobre Garzón y lo castigue, me gustaría acompañar la idea que seguramente alienta a millones de  españoles, de que si el gallo negro es grande, el gallo rojo es valiente. Y que está vivo.