domingo, 8 de septiembre de 2013

Septiembre

Cuando yo era chico, el once de septiembre era apenas el Día del Maestro. Acto escolar, liberación de las horas en el aula, horas con la mirada que no quería aburrirse y se extraviaba por esa ventana que en el cuarto banco, en la fila de la izquierda, dejaba ver un campito con otros chicos y una pelota. Todo en nombre de la muerte de Sarmiento, de quien ignoraba todavía todo, lo que me genera admiración y lo que me genera rechazo.

Después, el once de septiembre fue un bombardeo en Santiago de Chile, donde un hombre honrado y valiente se despedía de su pueblo, por el que había intentado una hazaña formidable: llegar a la justicia, a la igualdad, sin sangre ni violencia pero sin agacharse y sin mezquinar el propio cuerpo. Adiós a Salvador Allende, y a su empresa ingenua pero lúcida, lúcida pero ingenua. Y yo tenía un amigo, allí, en Santiago, por quién tuve miedo ese día, y cuya muerte tuve que llorar poco más adelante.

En 2001, el once de septiembre por la mañana, fui con mi pequeña hija de dos años a un negocio del que era mi barrio, Villa Crespo, a comprarle un par de zapatillas. Le estaba probando unas cuando la dueña del negocio me preguntó si sabía lo que pasaba en Nueva York, donde un avión se había estrellado contra una de las Torres Gemelas. No sé cuántas cosas pensé en ese instante, pero levanté en brazos a mi chiquita de cabeza enrulada, dejé la compra para otro día, y corrí hasta mi casa, y encendí el televisor justo a tiempo para ver que un segundo avión chocaba de lleno contra la segunda torre. Volví a tener miedo, ahora por personas de las que ignoraba todo individualmente: afganos, iraquíes, palestinos. Otra vez el miedo tenía razón.

Es difícil saber ahora qué cosas dice el once de septiembre, un día de un mes que por otra parte representa la vuelta de la vida para aquello de más arcaico que sigue vivo en nosotros. Un mes que se fue cargando de resonancias que, al menos en mí, pueden más que la primavera.