martes, 15 de octubre de 2013

El futuro, que no venga

No solo la invasión europea empezó un 12 de octubre. Ese mismo día, pero en 1812, trescientos veinte años después de que Cristóbal Colón y los suyos desembarcaran con las buenas nuevas del cristianismo y de la explotación sin límites en la isla del Caribe que llamaron La Española, murió en la remota Buenos Aires Juan José Castelli.

En el medio hubo tres siglos de dominación de la corona imperial, pero sobre todo hubo los dos años fulgurantes en los que Castelli entró en la historia como un relámpago, los dos primeros años de la Revolución de Mayo. Él había nacido en 1764, en esa pequeña aldea a las orillas del Plata que se preparaba para torcer la historia. Era poco más que un niño cuando los padres eligieron por él que fuera cura, y lo mandaron a estudiar a Córdoba primero y después a Charcas, en el Alto Perú.

En el Colegio de Monserrat tuvo compañeros con los que compartiría, en la misma vereda o enfrentados, los avatares de la Revolución. También tuvo un cura Rector que vio, tal vez, lo que había que adivinar en él. En 1784, ese cura escribió, sobre Castelli, que tenía “un ingenio delicado, capaz de cualquier cosa”. Y también escribió un ruego que encubría, tal vez, una profecía: “Dios le guarde el corazón, que es docilísimo, y acaso fácil de pervertirse si tiene malos compañeros”. 

Debe haber tenido, Castelli, malos compañeros, o quizás no le hicieron falta. Largó los estudios teológicos, se hizo revolucionario radical, jacobino, anticlerical, estuvo a la cabeza del derrocamiento del Virrey Cisneros en 1810 junto a su primo y amigo Manuel Belgrano, se hizo cargo en persona de sofocar la contrarrevolución de Santiago de Liniers en Córdoba, y dirigió la ejecución del héroe de la Reconquista. Después, la Junta lo hizo jefe político del ejército que fue al Alto Perú, que venció en Suipacha y que cayó en Huaqui.

Antes de la derrota, Castelli tuvo tiempo para proclamar el fin de la servidumbre indígena y la igualdad de todos los americanos en las ruinas de Tiahuanaco, delante de una multitud de collas y de aymaras. No se lo perdonaron, los aristócratas españoles, ni los criollos. La iglesia no le perdonó su ateísmo, ni que persiguiera a los obispos contrarrevolucionarios sin reparar en jerarquías.

Los conservadores que se habían hecho del poder en Buenos Aires, y que parecían haber puesto fin a la revolución, lo acusaron de todo: libertino, impío, hereje, borracho, traidor. Mientras se defendía en el juicio que le siguieron, se enfermó de cáncer. Le amputaron la lengua. El mejor orador de la Revolución tuvo que defenderse por escrito. El juicio no terminó, porque él murió antes, a los 48 años. Unas quince personas fueron a su entierro. Unas horas antes, en plena agonía, derrotado y sin esperanza alguna, había pedido papel y lápiz, y había escrito sus últimas palabras: “Si ves al futuro, dile que no venga”.