miércoles, 6 de noviembre de 2013

Serrat en el Luna, hace treinta años

Mi hijo Matías me mandó hoy un mensaje con unos videos de la televisión española sobre los recitales de Joan Manuel Serrat en el Luna Park, en junio de 1983. Yo estaba ahí, en una de esas gradas repletas, no solo de personas, sino de mucho más. Las imágenes y el sonido, a veces, devuelven la vida a emociones que el tiempo y las circunstancias van relegando a rincones de la memoria.

Ahora me acuerdo de todo, como si estuviera sucediendo: la expectativa, la alegría tanto tiempo contenida, una extraña fraternidad en un público que celebraba una fiesta. No se trataba solo del regreso de un cantante popular, querido y admirado, ausente del país desde hacía ocho o nueve años. Era como si la vida, brutalmente interrumpida por el terror y la barbarie, retomara su curso, herida pero imparable.

Cuando él apareció en la escena, precedido por los primeros acordes de la primera canción, estalló el estribillo que unificó a la multitud: “Se va a acabar, se va a acabar, la dictadura militar”. Serrat se quedó quieto, en silencio, asintiendo con la cabeza, y no hizo el menor gesto hasta que, varios minutos después, mientras seguía sonando la música sin otras palabras que las del público, el apagarse del estribillo lo autorizó a a cantar.

Disfrutamos de las viejas canciones, y subrayamos con aplausos y vítores cada frase que aludía, aunque fuera lateralmente, al cambio de época que deseábamos. “Prefiero”, cantaba, “la revolución a las pesadillas”,  y nuestra propia pesadilla de más de siete años nos hacía llorar. Pero se terminaba, y el sonido de esa canción, ahí, en el corazón de una Buenos Aires ensangrentada y envilecida, era un testimonio de ese final.

No somos los mismos de entonces, y seguramente tampoco lo es Serrat. Pero más allá de lo que cada uno piense o sienta ahora, treinta años más tarde, en esas noches se anudó un lazo que tal vez nada pueda destruir. Un lazo hecho de nuestra propia historia, de un momento de ella que no está en archivos ni en documentos, sino en aquellos corazones nuestros, maltrechos y sobrevivientes.