sábado, 31 de diciembre de 2011

A Fierrito, in memoriam

Fernando Fierro, Fierrito, apareció en mi vida, en nuestras vidas, en la mía y en la de mis amigos, alrededor de 1970. Llegó a mi casa, que entonces era la de mi madre, traído por un compañero de mi hermana mayor, que estudiaba con ella Filosofía. Pero Fierrito no estudiaba. Esa noche había guitarreada, y él cantaba. Vaya si cantaba, y contaba cuentos, y componía, y mentía como el que más.

Se hizo de la casa, enseguida, y se hizo mi amigo. Tenía un par de años más, pero muchos, muchísimos más kilómetros recorridos. Había estado en el norte y en el sur, había hecho la colimba en Comodoro Rivadavia, aunque era de Boedo, y se jactaba de que jamás podría revelar por qué lo habían dado de baja a los dos meses.

Lo cierto es que, si se lo apuraba, mostraba su libreta de enrolamiento. Ahí decía clarito: “Dado de baja sin instrucción”. “Me expulsaron”, decía Fierrito, satisfecho: “El teniente coronel no me aguantaba más, y cuando me entregó la libreta me hizo prometer que si alguna vez nos cruzábamos en una calle cualquiera, me iba a cruzar de vereda”. Alguna vez aseguró que había robado un tanque en el regimiento y que se había presentado con él en un prostíbulo del pueblo. Vaya a saber si era verdad.

Jugaba al fútbol tal como él era, lo mismo que todos. Era pisador, ocurrente, guapo, corría poco, les hacía bromas a los contrarios, prefería siempre devolver la pelota o intentar una gambeta antes que tirar al arco. Pero cualquiera prefería tenerlo en su equipo que de adversario. Fue, durante años, el ocho de Pamperito, el equipo que armábamos cada tanto, cuando teníamos cancha y rival. Mientras tanto, no dejaba de ir y venir, de Buenos Aires a Corrientes, de allí a esquilar ovejas en La Pampa, y después a manejar un bar en la Boca. Pero siempre volvía, aparecía a cualquier hora, con la guitarra en bandolera, y la sonrisa.

Se fue haciendo militante, como todos, pero el marxismo no era su camino, así que nos fuimos separando. Prefirió laburar con su amigo el cura Pichi, en la villa 31. Hacia 1975 ya nos veíamos poco, pero me hizo saber que se había sumado al Peronismo de Base. De vez en cuando iba al departamento en el que yo vivía en Núñez, donde declaraba amor eterno a mi hijita Camila, “la más linda de Buenos Aires”.

En 1977 llegué a encontrarme con él en la penumbra de un bar, y me contó que se iba a Brasil. Unos años después, en el ochenta, vino a Buenos Aires. Estuvo en mi casa. Estaba enamorado de una brasileña, iba a ser padre. Cantamos en voz baja las viejas canciones, incluso las que habíamos compuesto juntos, recordamos cosas, lamentamos ausencias definitivas, y nos abrazamos.

Nunca más lo vi ni supe de él, hasta cerca de veinte años después. Un amigo común me dio entonces la noticia de que Fierrito había muerto en el 81, no sabía muy bien cómo. Se lo había dicho el cura Pichi. Desde entonces lo velé muchas veces, en soledad. Hoy termina el año en el que se deben haber cumplido treinta años de su muerte. Salud, querido Fierro.

miércoles, 28 de diciembre de 2011

Cuento de Navidad


Ni dios, ni su hijo. Pero tampoco un revolucionario, ni un hombre que quiso cambiar al mundo. Apenas uno más entre los predicadores judíos que deambulaban por la antigua Palestina en una época en que esa región producía sobre todo sectas religiosas. Eso, en el caso improbable de que Jesús de Nazaret haya existido alguna vez.

Casi trescientos sesenta años después del que se supone fue el de su nacimiento, las autoridades de la iglesia que otros inventaron en su nombre, ya convertida en la religión de estado del Imperio Romano, decidieron que había nacido el 25 de diciembre. En esa  fecha se celebraba el Nacimiento del Sol Invencible, y antes aun las fiestas en homenaje al antiguo dios Saturno, ya caído en desgracia para la clase dominante pero todavía popular en Roma.

Durante siglos, la celebración de la Navidad sobrevivió con diversa suerte en el mundo cristiano, con tradiciones y mitologías también diversas. Repudiada por los cristianos protestantes, que en los siglos XVI y XVII la consideraron papista y pagana, la fiesta fue prohibida por los Padres Fundadores de los Estados Unidos, puritanos ellos, en las colonias que instalaron entre los Apalaches y el Atlántico.

Cualquiera diría, sin embargo, que la Navidad contemporánea es una creación norteamericana. Y así fue, o lo fue del triunfo del capitalismo, que es casi la misma cosa. El Norte triunfante en la Guerra de Secesión la convirtió en feriado nacional en 1870, y más tarde adaptó un personaje de la tradición nórdica para que fuera Papá Noel.

El barbudo que se ríe de nada, vestido con los colores de la Coca Cola, logró imponerse a sí mismo como un símbolo, al tiempo que imponía en muchas partes del mundo la compra de regalos como motivo central de la celebración. Eran los tiempos de la lucha contra el comunismo en nombre del derecho al consumo y del mercado libre, a comienzos de la Guerra Fría. El santo padre que vive en Roma tardó nada en subirse al trineo. Desde el pesebre, el nazareno no dejaba de aportar a la causa del mundo libre. Salud.

lunes, 19 de diciembre de 2011

Dorrego y Pacho, segunda parte


“El valeroso Dorrego, ¿no combatió junto a nosotros en el Ejército de Los Andes?”, preguntaba retóricamente la voz solemne de Ernesto Sabato, personificando al alma de Juan Lavalle, en un disco de 1965 en el que reciclaba la épica historia del “fin y muerte del general”, alojada en su novela Sobre héroes y tumbas. El cronista, que era entonces un adolescente, recuerda que cada vez que escuchaba ese segmento de la narración respondía en voz baja: “No, Sabato, Dorrego nunca estuvo en el Ejército de los Andes”.

Muchos años más tarde, en 1998, el psicoanalista  Pacho O’Donnell publicó uno de los libros por los que los medios masivos le han concedido una incomprensible chapa de historiador. El título que lleva esa colección de anécdotas sueltas es por lo menos sugestivo: El águila guerrera. La historia argentina que no nos contaron. El cronista confiesa que sólo llegó a hojearlo. Para su suerte, una de las páginas que leyó lo disuadió de comprar el libro.

En efecto, cuando relata una célebre conversación entre Manuel Dorrego y el Director Supremo Juan Martín de Pueyrredon, sucedida en el fuerte de Buenos Aires en 1816, conversación que causaría el posterior exilio del coronel en los Estados Unidos, Pacho se despacha: “Pueyrredón supo que quien condujo la vanguardia del Libertador en sus mejores batallas lo estaba incriminando”. El cronista, que ya no era adolescente, y que había dedicado muchos años al estudio de la Historia, se oyó mascullar en voz baja, como en los tiempos del disco de Sabato: “No, O’Donnell, Dorrego jamás estuvo en el mismo campo de batalla que San Martín”.


El exilio de Dorrego se inició en noviembre de 1816, y el cruce de los Andes por el ejército de San Martín, en enero de 1817. El desterrado volvió al Río de la Plata en 1820, dos años después de Maipú. ¿Cuáles serán las mejores batallas del Libertador, en las que  Dorrego mandó su vanguardia, según Pacho? El cronista no habría puesto a Ernesto Sabato al frente de ningún instituto de investigación histórica, pero Sabato era un narrador de ficciones, y nadie tiene derecho a exigirle que lo que cuenta sea cierto. Al director del Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano Manuel Dorrego, que se postula como revelador de la historia “que no nos contaron”, en cambio, sí. 

domingo, 18 de diciembre de 2011

Dorrego y Pacho

A Manuel Dorrego lo fusilaron en diciembre de 1828. “Fue fusilado de mi orden”, escribió Juan Lavalle, el general que lo mandó ejecutar. “Un general sublevado”, como dijo la misma víctima, una hora antes de que se lo pasara por las armas. La historia es muy conocida. Lavalle y los ideólogos que lo alentaron a hacer lo que hizo cometieron un crimen horrendo. Dorrego era el principal conductor del llamado partido Popular de Buenos Aires, enfrentado con la élite que había fundado el unitarismo en 1824.

Una historia muy conocida, sobre la que han escrito muchos historiadores, y que aparece así contada en manuales para estudiantes secundarios desde hace décadas. Últimamente han escrito y publicado sus relatos tanto Raúl Fradkin, historiador profesional y profesor de la UBA, como Hernán Brienza, un periodista profesional e historiador aficionado. Ni en sus libros ni en muchos anteriores de otros investigadores hay traza alguna de ocultamientos acerca del rol histórico de Manuel Dorrego ni mucho menos elogio a la actitud criminal de Lavalle, por otra parte héroe, igual que su víctima, de la guerra por la independencia.

O sea, Dorrego no necesita de un Instituto Histórico oficial que vele por su memoria, como hace el diario La Nación con la imagen de su fundador, Bartolomé Mitre. Ya no hace falta que nadie discuta con una presunta historia oficial quién era verdaderamente Manuel Dorrego, como parecen creer los llamados historiadores revisionistas. Tampoco hace falta que entre todos ellos el gobierno elija al tan poco versado como conservador Pacho O’Donnell. A Dorrego no le hace falta Pacho. Más bien parece que a Pacho y a algunos más les hace falta Dorrego. Es una pena que el gobierno de Cristina Fernández condescienda a bendecir tan pobres versiones del pasado argentino.

jueves, 24 de noviembre de 2011

Bussi, lloriqueando


Hace poco más de treinta años, se decía que el mismo general Roberto Viola, su comandante en jefe, le tenía miedo. Antonio Bussi no se había privado, a los postres de un almuerzo castrense, de azotar a un detenido delante de él, que visitaba el "frente de batalla" en Tucumán. Lo había hecho sólo para mostrar lo macho que era y para ver si el timorato de su jefe se bancaba el espectáculo. También se decía de Bussi que se jactaba de que jamás se le podría probar una muerte porque él, a los cuerpos, los quemaba.

Con el fin de la dictadura, el general  se vio privado de la omnipotencia, aunque no de la impunidad que le garantizó durante años la ley de Punto Final. Y en uno de esos recodos de la historia que llenan de espanto a las cabezas inocentes, los tucumanos lo eligieron para que los gobernara, ahora según la constitución. En algún momento, sin embargo, se supo que había mentido en su declaración jurada de bienes para ocultar una cuenta en un banco suizo. Y entonces, el macho del monte tucumano, el carnicero de los subversivos, el perro de presa de la infantería argentina, el dictador que hacía desfilar a niños de uniforme, lloró, lloriqueó, se babeó en público.

Cuando por fin lo alcanzó la justicia, siguió lloriqueando. Consiguió zafar de la cárcel común pretextando su edad avanzada, fingiendo enfermedades, dando lástima. Igual, protegido por las leyes que había violado sistemáticamente, se dio el lujo de regar de desprecio la historia de sus víctimas: “La figura del desaparecido – dijo en agosto de 2008, delante de un tribunal - es un arbitrio psicológico de la subversión para disimular las bajas en combate”.

Durante los últimos 35 años se dedicó a envenenar la vida de un país que pudo ser mucho mejor.  Ayer, a los 85, se murió. Los guiñapos del terrorismo de estado, por fin, se están retirando del teatro de operaciones. Sin que nadie los azote.

lunes, 21 de noviembre de 2011

España negra

"Esa España inferior que ora y bosteza", la de "los varones amantes de sagradas tradiciones", ha elegido a Mariano Rajoy como Presidente del Gobierno. Pero somos muchos los que en todo el mundo seguimos confiando en que, más temprano que tarde, reaparecerá, "implacable y redentora", la "España de la rabia y de la idea". Gracias a Antonio Machado por los versos citados entre comillas.

miércoles, 19 de octubre de 2011

Cristina y la esperanza de los infelices

“Que los más infelices sean los más privilegiados”, escribió, ordenó escribir, José Artigas en su Reglamento de Tierras de 1815. No había, en esa época y en esta región,  palabras que describieran a las clases sociales con la precisión de que hoy se dispone. Pero en esos primeros años de la Revolución todos sabían quiénes eran los más infelices. Para más, el propio líder oriental lo ponía en palabras: eran los negros, los zambos, los indios, los criollos pobres. A ellos se proponía entregarles las tierras de los propietarios enemigos de la causa.

Artigas, como se sabe, perdió su batalla, y la Revolución tomó otros rumbos. Los infelices que se batieron con él a ambos lados del Río de la Plata quedaron infelices y sin tierra. Tuvieron que seguir luchando, ellos, sus hijos y sus nietos, en condiciones históricas cambiantes, en nuevas relaciones sociales. Emigraron a las ciudades. Fueron soldados, peones, changarines, obreros de la construcción, del puerto, de los ferrocarriles. Dejaron de ser los infelices para ser la clase trabajadora de este país.

Una clase trabajadora que se organizó en sindicatos y partidos, y peleó por sus derechos, que los obtuvo como ninguna otra en América del Sur, y que una y otra vez estuvo dispuesta a jugarse libertad y vida por la justicia. Y que fue la más castigada por el Terrorismo de Estado y por el  capitalismo salvaje que se abrió paso primero con Jorge Videla y José Martínez de Hoz, y se consolidó después con Carlos Menem y Fernando de la Rúa. Para 2003, demasiados trabajadores se habían quedado sin trabajo, sin derechos, sin casa. Pobres, indigentes, marginados, excluidos. Otra vez, infelices, sin mejor calificación.

Ahora los infelices lo son un poco menos que hace ocho años. No son los más privilegiados, como quería Artigas, pero muchos de ellos han empezado a creer que vale la pena ir por más. El rumbo empezó a torcerse cuando Néstor Kirchner asumió la presidencia y aseguró que el rol del Estado era poner igualdad allí donde el mercado ponía exclusión. Cristina Fernández proclama ahora que la tarea no va a estar cumplida mientras haya un solo pobre en el país. Para que eso se haga, hay que impedir que los propietarios enemigos de la justicia y sus representantes políticos vuelvan a ganar la batalla. El domingo, a Cristina la van a acompañar los votos de la mayoría. Y la esperanza de los infelices.

jueves, 13 de octubre de 2011

Un mundo, un dolor


En febrero de este año, los rebeldes egipcios que peleaban en la Plaza Tahrir contra la dictadura de Hosni Mubarak escribían en pancartas su solidaridad con los trabajadores movilizados en una remota ciudad de, nada menos, los Estados Unidos: “Egipto apoya a los trabajadores de Wisconsin. Un mundo, un dolor”. Es que en Madison, Wisconsin, un gobernador estaba terminando con los derechos laborales de estatales y maestros, y se topaba, también él, con la resistencia de los de abajo, que devolvían el gesto: “De Egipto a Wisconsin, nos levantamos”.

Ahora se trata de los que ocupan Wall Street. Para el intelectual disidente Noam Chomsky, lo que se está cursando es una revolución democrática. “Tal vez sea el inicio de lo que verdaderamente necesitamos, ya que la democracia aquí ha sido casi eviscerada”, le dijo entonces a Amy Goodman, la artífice del programa radial Democracy Now.

Cualquiera sabe que el movimiento popular en los Estados Unidos está muy lejos de las formidables movilizaciones de los afroamericanos a principios de los años sesenta, o de los pacifistas que se oponían a la guerra de Vietnam a fines de esa década y principios de la siguiente. Pero el conjunto es inquietante. El tenue hilo que conecta una rebelión con otra es la crisis del capitalismo. La salida, cuando ya no hay caminos económicos para recuperar la tasa de ganancia del capital, se sabe, es la guerra. Destruir bienes para volver a crearlos.

En ese contexto hay que interpretar el oportuno descubrimiento, por parte de los servicios estadounidenses, de un complot iraní para destruir las embajadas saudita e israelí en Washington, que el propio Barack Obama da por probado. Desde hace al menos cinco años, la invasión de Irán por parte de la mayor potencia militar de la Tierra es uno de los planes que están sobre la mesa. Es probable que la crisis mundial haya por fin puesto el pie en el acelerador de los bombarderos. Es probable, también, que después de todo tengan razón los manifestantes egipcios: “Un mundo, un dolor”.  

lunes, 10 de octubre de 2011

Pena de muerte, al azar


“En la Argentina hay una especie de pena de muerte al azar, porque las condiciones carcelarias hacen que muchos presos mueran durante el encierro, víctimas de actos de violencia o del contagio de enfermedades”, dice el ministro de la Corte Suprema de Justicia Eugenio Zaffaroni.


El aumento de las penas no tiene efecto disuasorio, todos lo saben, sostiene Zaffaroni. Se lo lleva a cabo para aumentar la confianza en el sistema, o sea para que la gente crea que está más protegida, aunque no lo esté. O sea, es una estafa. La estafa descalabra el Código Penal, que ya no guarda proporciones y que ha perdido su lógica interna.

Los grandes medios de comunicación, entiende Zaffaroni, estimulan y canalizan la pulsión de venganza que hay en la sociedad. Ponen a la víctima-héroe, a quien no se le puede responder por respeto al dolor, a decir frente a las cámaras y a los micrófonos lo que el comunicador no puede decir. En el momento en el que tiene que elaborar el duelo, la  fijan en su trauma. El daño psíquico es muy difícil de reparar, tal vez irreparable.

Hace treinta años, rememora Zaffaroni, en la época de Ronald Reagan y de George Bush, en Estados Unidos se acuñó una política, que se exportó después a Europa y al resto del mundo: menos plata en políticas de bienestar, más plata en el aparato represivo. Más presos. Fue necesario inventar un enemigo, identificar al sector de la sociedad que poblaría las cárceles.

En Estados Unidos, revela Zaffaroni, el índice de presos en relación con el total de la población es el más alto del mundo. Más de la mitad de los presos son afroamericanos y buena parte del resto, latinos. Está claro cuál es el enemigo. En Europa, cada estado consigue sus propios negros: Alemania, a los turcos, Francia, a los argelinos, el Reino Unido, a los árabes. En la Argentina no es necesario importar al enemigo. Joven, morocho, pobre, habitante de un barrio precario. Con eso basta. Y con el azar: desde principios de 2009 hasta marzo de 2011, los presos que murieron en las 35 prisiones federales del país fueron 146.





domingo, 25 de septiembre de 2011

Ser Sarmiento


El bicentenario del nacimiento de Domingo Sarmiento, el 15 de febrero pasado, pasó sin pena ni gloria. No es para menos. Esta posteridad, la que los argentinos constituyen hoy, no le perdona al sanjuanino la represión feroz de los paisanos riojanos durante la guerra de policía que encabezó contra Vicente El Chacho Peñaloza en 1862 y 63,  ni la masacre de los entrerrianos de Ricardo López Jordán a partir de 1870, ni el fervor con el que celebró el exterminio del pueblo paraguayo por parte de la Triple Alianza, entre 1863 y 1870.

En la Argentina posterior a la dictadura de los terroristas de estado, la memoria del que reclamaba sangre de gauchos no puede hallar un lugar apacible. Es que cada momento presente le pregunta cosas diferentes al pasado. Quienes se ocupan de descubrir y de escribir la historia saben que hubo otras épocas en las que el pasado de Sarmiento daba respuestas más satisfactorias.

Durante más de un siglo, por caso, este país celebró el laicismo y la gratuidad de una educación pública, empujada por Sarmiento, que contribuyó poderosamente a construir una argentinidad inclusiva para miles y miles de trabajadores de todo el mundo que llegaron aquí como inmigrantes. En los años sesenta y setenta, se solía reconocer en él al mayor crítico de la Argentina oligárquica de los años de Julio Roca, y se lo reivindicaba por su reclamo de que toda la pampa fuera Chivilcoy, donde había fundado una colonia agrícola de pequeños propietarios rurales.

Tal vez se trate de que la vida de Sarmiento fue una vida larga, y de que a lo largo de esa vida hubo más de un Sarmiento. Había nacido exactamente nueve meses después de la Revolución de Mayo, un dato que convirtió en motivo de jactancia: él era el primer hijo de la Patria. El hombre siempre tuvo en alta estima su propia figura. Alguna vez, a quien le proponía una alianza indeseable que habría podido llevarlo al gobierno nacional, le respondió airado: “Soy Sarmiento, que vale mucho más que ser Presidente por seis años”.

En algo más fue empecinadamente coherente: “No quiero curas en mi lecho de muerte, ni aunque yo lo pida – murmuró, cerca del fin, en el oído de su hija – Que un momento de debilidad no empañe la dignidad de toda una vida”. Tenía 77 años cuando murió, en Asunción, en la tierra a cuyos hijos había denostado un cuarto de siglo antes.

En el mes que termina, el de su muerte, en la Biblioteca Nacional se le rindió el homenaje que en el bicentenario de su nacimiento le negó un país que mayormente lo deplora. De todos los Sarmiento que han quedado en la memoria colectiva, el homenajeado fue aquel que cuando tenía poco más de treinta años, exiliado en Chile, escribía noche tras noche en un cuarto de pensión. Y lo que escribía era el Facundo. Aunque eso no lo absolvería de sus culpas posteriores, ese hombre estaba fundando la literatura argentina.

domingo, 11 de septiembre de 2011

Dos onces de septiembre

Hace diez años, los aviones que se estrellaron contra las Torres Gemelas en Nueva York produjeron el más tremendo ataque que sufrieron los Estados Unidos en su propio territorio a lo largo de 200 años de historia independiente. En los documentales que pasan hoy en muchos canales de televisión en todo el mundo, se ven el horror y la angustia en las caras de los estadounidenses que no podían creer que era verdad lo que estaba sucediendo ese día. También se ven asombro y desconcierto.

Al día siguiente, en una nota que publicó El País de Madrid, el periodista John Carlin imaginaba que la cabeza del que él llamaba “el americano medio” se formulaba estas preguntas: “¿Quién nos podría odiar tanto? ¿Por qué? ¿No somos no sólo el país más rico del mundo sino también el más bueno?”. Tal vez habría bastado recordarle apenas la bomba en Hiroshima para que el americano medio empezara a entender que había muchas razones para el odio, aunque ninguna justificara el espanto de la muerte indiscriminada, ahora en Nueva York.

Pero ese mismo 11 de septiembre, sin ir más lejos, se cumplían 28 años desde que los militares chilenos encabezados por Augusto Pinochet, estimulados, organizados y financiados por el gobierno de los Estados Unidos y su embajada en Santiago de Chile, 
descerrajaran un golpe de estado de inusitadas ferocidad y violencia contra el gobierno democrático de Salvador Allende. La dictadura que se instaló en Chile durante casi dos décadas, encarceló, torturó, asesinó, obligó al exilio a miles de militantes populares, intelectuales, trabajadores, hundió en el hambre y la pobreza a media población y llenó de privilegios a los ricos y a los serviles del poder. Todo con el patrocinio de la Casa Blanca de Washington.

Después del ataque en Nueva York, el gobierno del Presidente George Bush, so pretexto de justicia para las tres mil víctimas de su 11 de septiembre, inició una guerra en Afganistán y otra en Irak. Según cálculos moderados, la cantidad de muertos que ha resultado de ambas invasiones roza el millón. En Chile no hubo venganza, sino un denodado esfuerzo por recuperar la libertad y la dignidad, por parte de ese pueblo que con tanta grandeza había expresado Allende. Ahora mismo, en la calle, los estudiantes que pelean contra la  herencia que les dejó el dictador protegido por los Estados Unidos empiezan a sacudir la siniestra memoria del 11 de septiembre que les ha tocado.


domingo, 28 de agosto de 2011

El polvo y el olvido

El cronista admira a Jorge Luis Borges, de cuyo nacimiento se cumplieron 112 años el 25 pasado, y quiso ese día escribir una nota en torno de su grandeza y de su ceguera, una nota que incluyera, a modo de homenaje, estos versos formidables: “Pienso que si pudiera ver mi cara / sabría quién soy en esta tarde rara”.

Pero en la tarde rara está, de vuelta, el almirante Emilio Massera, traído esta vez no por los relatos de los testigos en los juicios que con dolor y esfuerzo este país ha logrado por fin montarles a los terroristas de Estado, sino por el estallido de su añejo, maloliente, repulsivo asunto sexual de hace más de treinta años con la todavía hoy estrella televisiva Graciela Alfano.

No es fácil para el cronista sacarse de encima el turbio asunto, que algunos llaman amorío, como si el ío final autorizara a emplear la palabra amor para una cosa así. El cronista se acuerda de haber oído el rumor en aquella época. En la Argentina del terror, la información no publicada circulaba boca a boca con una intensidad desconocida para quienes siempre han vivido en democracia. Esa chica estaba con ellos, se sabía, iba a sus fiestas, se acostaba con ellos, con él, como otras, como otros, que con sexo o sin él se arrastraban ante ellos, pura obsecuencia y alcahuetería.

La televisión se regodea en esa historia con una virulencia de la que carece para referirse a los otros, a los cómplices que ponían la cabeza y no el sexo. Algunos de ellos están ahí, son colegas de los que hablan en los programas de la tarde. El periodista Pablo Llonto ya los juntó en un memorable Top ten, del que aquí van solo algunos nombres: Grondona, Gelblung, Ruiz Guiñazú, Morales Solá, Fontevecchia. Tal vez, solo tal vez, cualquiera de ellos habría tenido más recursos para abstenerse de abrazar al genocida que la muchacha que solo sabía trabajar de eso.

El cronista piensa que no va a ser fácil terminar de digerir esa carga que este país lleva en el vientre. En la tarde rara, entonces, vuelven las palabras de Borges,  escritas pensando en otra cosa, en una biblioteca majestuosa y en unos ojos sin luz,  pero tan valiosas para pensar en ese mundo que ya no vive pero que no se deja morir, “como una pálida ceniza vaga que se parece al polvo y al olvido”.

viernes, 12 de agosto de 2011

Resistencia


Da la vuelta al mundo. Como a fines de los años sesenta, cuando iba de París a Tlatelolco, y a Córdoba, y de Praga a Woodstock, y de Chicago a Vietnam, y se convertía en bandera en Bolivia, con la sonrisa del cadáver más deseado por los poderosos, el de Ernesto Guevara, que ya había dado en vida la vuelta al mundo.

Ahora también da la vuelta, aunque sea distinto. Empezó el año mordiendo la costa mediterránea de África, y volteó a Hosni Mubarak, el dictador egipcio que Washington creó, y se fue a Libia, y a Siria, y a Yemen. Y saltó a Grecia, y rebotó en Israel y en Londres, y se hizo fuerte en Madrid, la ciudad de los indignados que gritan que “no pasarán”, como los republicanos que hicieron frente a Francisco Franco y sus nacionales fascistas hace setenta años. Y en Chile, donde los estudiantes que “no se asustan de animal de policía”, como cantaba Violeta Parra hace medio siglo, pelean para enterrar a la  educación elitista que les legó Augusto Pinochet.

Un fantasma vuelve a recorrer el mundo, aunque ahora no se llame ni comunismo ni revolución, sino resistencia en la calle al hambre, al desempleo, a los atropellos, a los privilegios, a la represión, al desconcierto de los ricos asustados, que murmuran palabras como final, como ahora qué, como esta crisis no termina. Aunque sea otro mundo, la pelea de los de abajo le sigue dando la vuelta.

lunes, 18 de julio de 2011

Un país de blancos


“Aquí somos todos blancos”, vociferaba Miguel Cané, el autor de Juvenilia, joven mimado y brillante de la élite que gobernaba la Argentina en los años ochenta del siglo XIX. Por entonces se estaban dando los últimos toques a la fundación de un país, de una nación, de una idea que sobrevivió largamente a la hegemonía política del sector de clase que la alumbró.

De esa época quedó un puñado de verdades que ya no se puso en duda. Éste es un país de blancos. En la Argentina no hay negros. Los argentinos somos europeos trasplantados. Los negros murieron en la Guerra del Paraguay y cuando la peste de fiebre amarilla, en 1870. Aquí se terminó con los indios y con los negros. Y sin traumas, sin rencores, sin resentimientos. Eso nos diferencia de los otros países de América Latina.

Aunque no se lo dijera así, se hablaba con orgullo y alivio de dos genocidios discretos y eficaces. En la Argentina no hay problemas raciales. ¿Porque se trata de una sociedad igualitaria y libre? Bueno, no. Porque no hay negros ni indios. Los hubo, antes, pero ya desaparecieron. Desaparecidos. Una palabra muy presente en la historia de este país.

Los extranjeros también preguntan: “¿Aquí hubo negros?”. Sí, claro, si hasta en los actos escolares casi todos los niños han tenido que interpretar alguna vez a las simpáticas negritas que vendían mazamorra o a los negritos que vendían velas en los días de la Revolución de Mayo. Según el censo de 1778, no eran pocos: la tercera parte de la población de Buenos Aires, por ejemplo. Y en las provincias del centro y del noroeste, muchos más. Tal vez la mitad del total. Y hay viajeros que aseguran que los negros y mulatos eran muchos más de lo que reconocían las cifras oficiales, porque los que habían logrado una cierta posición se declaraban blancos y eran aceptados como tales. “El dinero blanquea”, se decía.

Es cierto que muchos negros, esclavos o libertos, murieron en las guerras de independencia y civiles. La tercera parte del ejército que cruzó los Andes en 1817, se sabe, estaba formada por africanos. El joven oficial Manuel de Olazábal, que acompañó a José de San Martín en un viaje de regreso a Mendoza, relata cómo el general se detuvo en el campo de batalla de Chacabuco, frente al túmulo que señalaba la fosa común donde yacían los restos de los soldados del 8 de infantería, y murmuró con tristeza: “Pobres negros”.

Pero según ha demostrado recientemente Lea Geler, en Andares negros, caminos blancos, el èxito del genocidio, hacia 1880, era más eficaz en el discurso oficial que en la realidad. No había negros, pero en Buenos Aires circulaban ese año nada menos que veinte diarios o revistas afro. No había negros, pero en la ceremonia de repatriación de los restos de San Martín, precisamente, ese mismo año, según narra la historiadora Beatriz Bragoni, además de políticos, académicos, militares y otros miembros de la élite blanca, había representantes de "varias asociaciones de africanos”. En la emocionante recepción de los restos se ejecutó la Gran marcha fúnebre, compuesta por el joven músico Zenón Rolón, que había nacido en Buenos Aires en 1856. En este país de blancos, Rolón era negro. Hijo de esclavos.

viernes, 15 de julio de 2011

Vida presunta de un Jefe de Gobierno


Cuando él nació, en febrero de 1959, hacía muy poco que Arturo Frondizi había dado a luz el Plan Conintes con el fin de perseguir a los trabajadores en  huelga y llenar las cárceles con ellos. Casi medio siglo después, como Jefe de Gobierno de la ciudad de Buenos Aires, vetó una ley sancionada por la Legislatura que proponía merecidas aunque tardías reparaciones para las víctimas, precisamente, de aquel plan.

Solo tenía diez años cuando el país se sacudió con el Cordobazo. Su padre el millonario debió taparle los ojos y los oídos para que no le llegaran el sonido y la furia de la revuelta popular. Sus compañeritos del colegio Cardenal Newman lo deben haber ayudado a evitar también toda exposición al ventarrón de los años setenta.

Recién cumplidos los 17, ya era un hombrecito el 24 de marzo de 1976. Deben haber celebrado todos juntos, en el colegio, el nacimiento de un nuevo país. Tal vez se enteró de que en la lejana Tucumán un general hacía amontonar en camiones a todos los mendigos de las calles y los hacía abandonar lejos, en medio de la nada, donde no afearan el paisaje urbano. Tal vez aprendía, por si alguna vez tenía que gobernar una ciudad.

La Pontificia Universidad Católica Argentina lo acogió en su seno para que allí se convirtiera en ingeniero, de modo que pasó los años del Terrorismo de Estado en esas piadosas aulas, a salvo de la verdad. No hubo desaparecidos, ni en los alrededores de casa, ni en la Facu, ni en los lugares en los que se divertía y practicaba deportes sanamente, con otros jóvenes herederos.

Ya con el diploma universitario y con las bendiciones del Opus, siguió sus estudios, o su recolección de títulos, según se mire. Hubo cursos en Columbia University  y en The Warthon School of the University of Pennsylvania. Ellos versaban sobre habilidades financieras para ejecutivos. Tal vez aprendía así cómo conducir un estado, sin saberlo, porque todo interés por la política le era ajeno.

Después sí, el duro mundo del trabajo en las empresas del padre rico y amigo del poder, que en esa época ejercía Carlos Menem. Él aprendía, en ese mundo lleno de dinero, de viajes, de largas vacaciones en Punta, de fiestas exclusivas, de muchachas que salían en la revista Caras. Fue entonces, con seguridad, que nació la vocación. Cuando consiguió la presidencia de uno de los clubes más grandes del país, supo que podía lograrlo, sin enterarse siquiera de qué cosa era la política.

Ahora está ahí, a un paso de la reelección en Buenos Aires. Todos saben lo que ha hecho y lo que ha dejado de hacer en la mayor de las ciudades del país. Lo más grave, probablemente, es que él en sí mismo es una rotunda desmentida  a lo que algunos habían empezado a creer: que los peores legados de la década infame menemista habían sido conjurados en el país. Él sonríe y baila, entre globos de colores. Detrás de él, hay quienes piensan que, con un poco de suerte, lo aguarda un escalón más alto después de la ciudad.

jueves, 16 de junio de 2011

Hermanos aborígenes, negros cabeza


El descubrimiento del derecho a la tierra de “los hermanos aborígenes” por parte de sectores que se llaman progresistas, o de cristianos comprometidos con los pobres, o alguna otra cosa por el estilo, da la impresión de ser llanamente hipócrita.

Todos los propietarios, en este país, viven en tierras que fueron de los pueblos originarios, los antiguamente llamados indios. Sin embargo, a nadie se le ocurre reivindicar para los querandíes o sus descendientes, por ejemplo, las enormes extensiones de tierra acaparadas por los dueños de la provincia de Buenos Aires.

En cambio, hay un continuo rasgarse las vestiduras en respaldo de los qom, o de los wichis, que están siendo injustamente desalojados de las tierras de sus mayores. Significativamente, son ellas marginales, muy alejadas de los grandes centros de consumo. En el sistema capitalista, se sabe, la tierra es una mercancía. Por eso, tal vez, solo las de menor cotización han permanecido en poder de las comunidades que las habitaban cinco siglos atrás.

La contemporánea sociedad de bienpensantes que aboga por los derechos de los mapuche o de los selk’nam haría bien en sostener también los de los descendientes mestizos de esa gente y de las demás etnias indígenas, que conforman el grueso de las masas populares de este país, pero que parecen haber perdido legitimidad porque sus tatarabuelas fueron violadas o sometidas por el derecho del vencedor, y parieron hijos de sangre mezclada.

Esos descendientes no son “hermanos aborígenes”, sino negros cabeza que han perdido, se diría, su condición de herederos de las tierras de este país. Y no parece que importe que sus derechos laborales sean tan pisoteados en cualquier plantación de soja, o fábrica de neumáticos o de chocolates, como lo son en cualquier parte los de los qom o de los inmigrantes paraguayos o bolivianos, también aborígenes o mestizos.

Para los pequeños burgueses y sus pequeñas conciencias, en fin, parece fácil hacer causa común con los derechos de un puñado de sobrevivientes que por la simple relación de fuerzas es muy difícil que puedan impulsar cambios de importancia para las mayorías. La simple negrada mestiza, la clase trabajadora, en cambio, sí puede hacerlo. En una hipótesis muy optimista, hasta podría alguna vez venir a reclamar la chacrita cuya propiedad garantiza la ley de los blancos. Y en la peor de las pesadillas, la casa del country.

sábado, 4 de junio de 2011

Es palabra de Grondona


“El kirchnerismo es una izquierda autoritaria”. Eso escribió Mariano Grondona en La Nación del domingo 29 de mayo. Grondona la tiene clara. La afirmación no pretende ser un tributo a la inteligencia ni a la sabiduría del sofista de Barrio Parque. Es sólo un reconocimiento a su condición de intelectual orgánico de los propietarios de la Argentina.
Grondona no califica según su leal saber y entender, sino según los intereses de la clase a la que expresa desde hace medio siglo con una consecuencia que pocos pueden exhibir. Entonces, propone una lectura histórica a medida: hubo en estas tierras pero en otros tiempos, razona, una centroderecha, la oligarquía conservadora, y una centroizquierda, el radicalismo de Marcelo T. de Alvear. Eso estaba bien. Pero la irrupción de la derecha no republicana en 1930 y de Juan Perón en 1945 acarrearon el retroceso. Para colmo, el radicalismo “se desubicó”, y abandonó el alvearismo.
Ahora, aventura Grondona, en torno de Ricardo Alfonsín podría armarse “una conjunción democrática” que incluiría a Francisco de Narváez, a Mauricio Macri y a los peronistas federales. Solo faltaría que a la constelación se sumara también el progresismo de Hermes Binner. Entonces sí, habría una centroizquierda y una centroderecha unidas primero para ganar en octubre y “libres después para competir entre ellas, con vistas a una república democrática plenamente recuperada.”
Hay gente de izquierda en el país que le hace ascos al kirchnerismo. Según ella, no es de izquierda quien no postula la abolición del capital ni abjura de cada práctica de la política burguesa. Por suerte está Grondona para aclarar los tantos. Él sí califica al kirchnerismo como una izquierda, y de las peores. No es una izquierda inteligente, como la de Pino Solanas, ni progresista, ni republicana, ni moderada. Un país para la gente como uno puede tolerar todo eso. Pero los que están en el gobierno ya han demostrado que pueden hacer daño de verdad. Para ellos, las palabras malditas.

miércoles, 25 de mayo de 2011

Viene asomando


"El sol del 25 viene asomando", cantaba hace casi un siglo Carlos Gardel. Y aunque llueva y haga frío, el sol del 25 trae un calorcito, algún recuerdo, una noticia antigua: el pueblo depuso al virrey. Cisneros, era, Baltasar Hidalgo.
Lo reemplazó una Junta, lo que hoy se llamaría un gobierno de coalición, una lista de unidad, elegida por un puñado de argentinos, que así empezaban a llamarse en 1810 los habitantes de Buenos Aires, la “muy leal”. Los que decidieron fueron pocos, la gente decente. Pero había ruido de pueblo de verdad, en esos días, un ruido que venía de los cuarteles de ciudadanos en armas que habían vencido a los ingleses tres años antes.
El cartero Domingo French y su compañero Antonio Beruti estaban ahí, arrimando gente a la Plaza de la Victoria. Algunos habrían dicho que a cambio de un choripan, si ese manjar hubiera existido. El folclore de la historia escolar los quiere repartiendo cintitas celestes y blancas: French y Beruti, dos grandotes repartiendo cintitas. En realidad eran dos activistas, dos tipos duros que se habían ganado un lugar como oficiales de milicias elegidos por sus soldados, peleando con los invasores. Una revolución empezaba.
Con la lucidez que lo caracterizó sobre todo en la última etapa de su vida, el asombroso intelectual Juan Bautista Alberdi escribió setenta años más tarde que la Revolución de Mayo había sido un episodio de la Revolución Española, que lo había sido a su vez de la Revolución Francesa. Pavada de pedigree. En la Junta estaba Manuel Belgrano para darle la razón anticipadamente: discípulo de la Ilustración española, enamorado del eslogan más bello de los tiempos modernos, Libertad, Igualdad, Fraternidad, militante a muerte de la independencia de estas provincias.
Lo que realmente significó el movimiento de mayo de 1810, en qué consistió la revolución, qué cosas cambiaron, qué cosas no, sigue siendo un terreno fascinante de la discusión histórica. Para la memoria colectiva, basta con saber que ya en 1811 el aniversario era celebrado por el bajo pueblo en la calle, con luminarias, bailes y fuegos artificiales. El sol del 25 viene asomando. Aunque llueva.

sábado, 14 de mayo de 2011

Vidal por Michetti

Su perspicacia política queda probada por un mensaje que precedió por poco tiempo a la sanción de la ley de medios y a la de matrimonio igualitario: “Los K tienen miedo. La ola amarilla no se para con nada!”. Ella es María Eugenia Vidal, la elegida por Mauricio Macri como candidata a vice jefa de Gobierno de la ciudad de Buenos Aires. En rigor, ya la había elegido hace unos tres años como ministra de Desarrollo Social. Entre sus antecedentes, que no sobran, descuella su paso por la Universidad Católica Argentina, donde estudió Ciencias Políticas.

Tal vez a esa formación académica haya que atribuir un mensaje que envió por twitter el 16 de junio del año pasado, en el que citaba a Don Bosco: “Nunca hay que decir no me toca, sino voy yo”. También parece ser amiga de un tal padre Pepe, que suele acompañarla a charlas sobre el paco, y de la Asociación Cristiana de Jóvenes de Lugano. A ellos los escucha mientras enumeran sus inquietudes.

En algunos asuntos, sus mensajes de twitter son avaros. Es difícil encontrar, por ejemplo, referencias al hecho de que la población de las villas en la ciudad de cuyo desarrollo social ella se ocupa ha llegado a casi 300.000 personas. El que los lea buscando esas señales, puede llamarse a engaño al llegar al 3 de julio."Mucha tristeza", tecleó Vidal ese día. Pero no. Se refería a la derrota del seleccionado argentino de fútbol contra Alemania, en el mundial de Sudáfrica. Unos días antes ya había comentado, con agudeza futbolera: “Los mejicanos tienen más la pelota que nosotros…por eso el gol”. Puede sonar exagerado, pero Vidal parece capaz de hacer extrañar a Gabriela Michetti.



jueves, 5 de mayo de 2011

Mentiras y verdades

“De verdades hace mentiras, de mentiras hace verdades”, escribía el arcipreste de Hita hace setecientos años. Él pensaba simplemente en el dinero. Hoy, acaso, el sujeto hacedor de mentiras y verdades sería el poder, o los medios, o el dinero, por qué no, en última instancia. Como sea, el último fin de semana resultó notablemente propicio para acordarse una y otra vez de la vieja letrilla medieval.

En la Casa Blanca de Washington, el presidente del estado más poderoso de la tierra hizo de mentiras verdades cuando llamó justicia al acto de terrorismo de estado que tropas de su mando habían cometido en una remota población de Pakistan, sin conocimiento siquiera de las autoridades de ese país. También las hizo cuando dio por probadas la identidad del muerto, su presunta historia, sus presuntas culpas. Miles de comunicadores, que le hicieron coro, convirtieron en mentira una vieja verdad: la información que procede de los servicios de inteligencia sólo merece ser tratada como carne podrida.

El pastor alemán Joseph Ratzinger, rey infalible de la iglesia católica, por su parte, se cansó de hacer de verdades mentiras durante la beatificación, en Roma, de su antecesor, padrino y benefactor Karol Wojtila. Al autor de este blog, libre que se considera de toda religión, la santidad en sí misma lo tiene sin cuidado. Pero la proclamación, multiplicada sin críticas por los medios masivos del mundo, de las virtudes humanas de quien descolló por su afición a la censura, por su criminal campaña contra el uso de preservativos en medio de la mortandad que causaba el Sida, por la protección a los pederastas de su rebaño, por su complicidad con las más sangrientas dictaduras, hace mentiras de todas esas verdades.

Hubo otros escenarios en los que se montaron prestidigitaciones menores con verdades y mentiras. En Londres, por ejemplo, y por cadena televisiva global a todo el mundo, se hizo verdad para millones la mentirita de que la boda de un príncipe es de interés colectivo, y mentira la verdad de que las familias reales son apenas parásitos que saben hacer negocios descomunales con su vida, valga el contrasentido, privada. Para este episodio, tal vez, el arcipreste habría elegido otro verso suyo: “Donde hay mucho dinero, allí está la nobleza”. Casi un guiño de ojo.

domingo, 24 de abril de 2011

Resurrecciones

Mientras celebraban la resurrección de entre los muertos del improbable Jesús de Nazareth, de cuya existencia histórica hay tantos indicios como de las de Hércules, Tarzán o el Rey Arturo, los obispos de la iglesia argentina criticaban en sus homilías el abandono de la niñez por parte del Estado argentino.

Se referían, claro está, al Estado argentino gobernado por Cristina Fernández, que ha instituido la Asignación Universal por Hijo, que ha reducido drásticamente la mortalidad infantil, que ha devuelto a miles de niños a las escuelas, que ha duplicado el número de vacunas que se aplican gratuitamente a todos los chicos del país.

No se referían, en cambio al Estado argentino que presidía Carlos Menem, que defendía a capa y espada los derechos del niño por nacer mientras mataba de hambre a los niños nacidos. Tampoco se referían al Estado argentino que presidía ilegalmente Jorge Videla, que obligaba a parir a las militantes populares en campos de concentración para después robar a los bebés y repartirlos entre los asesinos y torturadores de sus padres. En esos tiempos, los obispos argentinos, salvo escasísimas y honrosas excepciones, sólo expresaban beneplácito para con el poder político.

Mentiras y fábulas groseras para apaciguar a los débiles, complicidad y obsecuencia con los poderosos, con los explotadores, con los represores de los pueblos. Esa y no otra es la fórmula que emplea la iglesia católica desde hace por lo menos mil ochocientos años, cuando el emperador romano Constantino facilitó a los cristianos el salto de perseguidos a perseguidores.

Jesús de Nazaret sigue todavía resucitando entre el incienso y los vítores de ensotanados mentirosos o mitómanos, perversos, pedófilos y otras lindezas. Sin embargo, hay algo que se está moviendo bajo los pies de los curas y ellos lo saben. Es que a principios del siglo XXI, las patas de las resurrecciones falsas empiezan a hacerse, por fin, cada vez más cortas.


La ilustración reproduce una obra de León Ferrari.

jueves, 21 de abril de 2011

Savater, por algo será

Como no es suficiente que Fernando Pino Solanas ande descalificando por baja calidad a los votos de los pobres, hay que leer en los diarios grandes los dichos del filósofo, o autor de libros de autoayuda Fernando Savater, que ha venido a la Argentina a definir al populismo como “la democracia de los ignorantes”, como el equivalente de lo que es “la democracia para las personas cultas”, y como “la democracia rebajada de precio”. Cualquiera sea la interpretación que cada uno haga del populismo, lo cierto es que se han escuchado y leído algunas menos despectivas y más fundadas.
Savater, súbdito satisfecho de una monarquía instituida por el generalísimo Francisco Franco, Caudillo de España por la Gracia de Dios que lo fue hasta su muerte, no vacila tampoco en desdeñar la tendencia que según él se impone en los países de América Latina, a sustituir a los líderes, necesarios aun para las personas cultas, por caudillos, otra degradación para ignorantes.
Compañero de Mario Vargas Llosa en un emprendimiento a favor de la lengua castellana frente a las lenguas regionales en España, Savater defendió aquí a su cofrade peruano de quienes objetaron que inaugurara la Feria del Libro. El argumento resultó desolador: “No conozco a ninguno de los que intervienen en la polémica. Por algo será. Son las ganas de buscarse publicidad de personas que no tienen una categoría intelectual para conseguirla por otros medios".
Todo lo que dijo lo dijo en una escuela primaria de Villa Ballester, que le facilitó los oídos de sus pequeños alumnos para que expusiera, con la categoría intelectual que él sí cree tener, sus prejuiciosos filosofemas. Entre ellos figuró uno que Clarín resalta: “Cuanto menos se meta el gobierno con los medios de comunicación, mejor”. La escuela se llama Roberto Noble. Por algo será, Savater.

viernes, 8 de abril de 2011

Inquisidores

Al papa que vive en Roma no le gusta cómo marchan las cosas en la Argentina, así que acomoda su tropa. Seguramente por eso ha decidido ascender a obispo de Mar del Plata a un teólogo curtido en la oposición a todas las iniciativas democratizadoras de los últimos ocho años. Un cura al que no le habrían caído mal los hábitos de la Santa Inquisición. Antonio Marino, que así se llama el hombre, ganó el año pasado reputación de intolerante y reaccionario como abanderado de la resistencia a la ley de matrimonio igualitario. Pero sería injusto reducir su apostólica lucha a esa sola batalla. Más justo es recordar que ya a fines de 2003 arengaba a los fieles platenses contra las amenazas de “eufemismos tales como uniones civiles, salud reproductiva, o código de convivencia”. Marino no se andaba con vueltas: “Deseamos nombrar a las enfermedades y aberraciones como tales, sin que por ello se nos acuse de discriminar a nadie”, reclamaba. Consecuente con los sermones pontificios de Joseph Ratzinger, alias Benedicto XVI, y de su antecesor, Karol Wojtila, ya casi San Juan Pablo II, Marino no aflojó en los últimos años en su cruzada contra la sexualidad y sus placeres. Mientras convocaba a los jóvenes a la castidad, alertaba contra la educación sexual en las escuelas, que no era más que una “instrucción biológica para el ejercicio de la fornicación”. Así dijo en su homilía de la navidad de 2004. Probablemente se haya sentido identificado con su colega Antonio Basseotto, aquel clérigo apacentador del rebaño militar que propuso en 2005 arrojar al mar con una piedra atada al cuello al ministro de Salud por distribuir preservativos entre los jóvenes. Basseotto rezaba además por sus dirigidos espirituales, que no habían podido evitar los excesos durante la guerra contra la subversión. Marino también ha disparado alguna bala verbal en defensa de los represores. “Ciertos dirigentes desean que nos pleguemos a un extraño cambio de lenguaje, por el cual a la venganza se la llama justicia y a la tergiversación de los hechos del pasado la designan como memoria”, explicó en febrero de 2007. “Una justicia parcial y unilateral es una parodia de justicia y profundiza las heridas”, abundó tres años después. Algunos hombres de dios saben qué pedirle al pasado. Apadrinado por la conducción de Jorge Bergoglio, promovido por la preferencia del papa de Roma, el inquisidor Marino se dispone a dar las batallas que vienen desde un puesto más visible que el que ha ocupado hasta ahora. El sector más reaccionario de la jerarquía católica argentina sigue ocupando posiciones. Y la iglesia no da puntada sin nudo.

jueves, 31 de marzo de 2011

Momento Macri

Mauricio Macri dijo el martes 29 que éste es "el peor momento de nuestra democracia, desde 1983". Es difícil adivinar en qué piensa Macri, si no es abusar del término. Pero más allá de que no se sepa qué es lo tan malo del presente, habría que proponerle al candidato a Presidente algunos malos recuerdos, aunque sea inútil: ¿De la Rúa, su estado de sitio y sus muertos? ¿la Bonaerense de Duhalde asesinando a Kosteki y a Santillán? ¿los carapintada extorsionando a Raúl Alfonsín en Semana Santa del '87? ¿las leyes del perdón, tristes hijas de ese chantaje armado? ¿los indultos de Menem? ¿el crimen de María Soledad Morales, encubierto por el poder político? ¿el horror de la AMIA? No importa, es sólo un ejercicio inútil.

viernes, 18 de marzo de 2011

La peste atómica

“Treinta días después de que la primera bomba atómica destruyera la ciudad - escribió en septiembre de 1945 el periodista australiano Wilfred Burchett -, la gente que sobrevivió al cataclismo sigue muriendo de modo misterioso y horrible, debido a algo desconocido que sólo puedo describir como peste atómica". Desde las ruinas desoladas de Hiroshima, Burchett desafiaba a la verdad oficial. Es que el New York Times, el gran vocero de quienes habían adoptado la criminal resolución de asesinar a más de cien mil seres humanos de un solo, aterrador bombazo, acababa de titular en primera plana: "Ninguna radioactividad en las ruinas de Hiroshima".

“Escribo como advertencia para el mundo”, se desesperaba Burchett. Ni qué decir tiene que el mundo no lo escuchó. A las mayorías no les llegó su mensaje, rápidamente silenciado por censuras y expulsiones. Los dueños del capital, en cambio, prefirieron mentir. Sesenta y cinco años más tarde, la riquísima burguesía japonesa, asociada con los que masacraron al pueblo de su país, hace fabulosos negocios mediante el empleo de la energía nuclear que le proveen más de cincuenta reactores atómicos instalados en un pequeño territorio isleño en el que viven ciento treinta millones de personas.

En estos días de espanto para el pueblo japonés, circulan correos electrónicos con un adjunto estremecedor. Es un fragmento de la película Sueños, que el cineasta Akira Kurosawa filmó en 1990: han explotado los reactores de una planta nuclear, los pobladores han huido en una estampida suicida, unos pocos que han quedado solos se entregan a un diálogo feroz. “Japón es tan pequeño que no hay escape”, dicen, “nos dijeron que las plantas nucleares eran seguras”, dicen, “que no habría accidentes, que no había peligro”. Una mujer dice que habría que colgar a los culpables.

Ahora, después del terremoto y del tsunami, ha sucedido de verdad, o tal vez habría que decir que ha sucedido de nuevo. Es probable que el sueño de Kurosawa estuviera en el inconsciente de las víctimas, que están allí, acosadas desde hace más de medio siglo por la peste atómica. Los culpables, en cambio, están dispersos por todo el mundo.

viernes, 4 de marzo de 2011

Cuándo se jodió Varguitas



Él tiene derecho a volverse tan desagradable como se le ocurra, y a pensar lo que quiera de lo que quiera. Antes, él cambió, aunque no haya sido más que en pequeños fragmentos, la vida de muchos. Porque nadie lee La ciudad y los perros a los veinte, ni Conversación en la Catedral a los treinta, ni La casa verde a cualquier edad, sin que algo cambie para siempre en su percepción del mundo.

Pero nadie, tampoco, revela toda esa historia, esas historias, sin ser alguien muy en particular. Alguien que ha visto, que ha entendido, que ha descifrado y que ha imaginado mucho más que esos otros que leen las historias que él narra. Un alguien peruano que parece haber entendido de qué va ser cholo o ser costeño en su país, de qué ser una puta en un caserío que linda con la selva amazónica, de qué padecer tortura, humillación y abusos en los tiempos de Rafael Trujillo en la Dominicana. De qué van el amor y el miedo, el deseo, la miseria, el odio, la cabeza y los huevos en la vida de cualquiera.

Entonces, cuando ese alguien peruano y escritor enorme expresa - que tiene derecho -, en La Nación - que tiene derecho a hacer de él su columnista -, que Cristina Fernández es “un desastre total” que sorprende por sus “niveles de incultura y de pobreza intelectual”, y que en cambio Silvio Berlusconi es “un caudillo democrático” que "se caracteriza por su elocuencia y su sentido del humor”, opiniones que parecen pertinentes para alguien cuyo intelecto nunca salió del country, o del barrio de Miraflores que lo parió, pero de donde parecía haber salido, sus lectores y el público en general también tienen derecho.

Por eso, venga o no venga a inaugurar la Feria del Libro, hable o no hable, descerraje o no sus sentencias contra la Presidenta, Varguitas ya se jodió, se jodió Mario Vargas Llosa en algún momento, cuándo habrá sido, y jodió a todos sus lectores, aunque tenga derecho. A todos sus lectores, a los que antes les cambió un pedacito de vida, a lo que también, enhorabuena, tenía derecho.

martes, 22 de febrero de 2011

Enero en Uruguay

Un muchacho que desafina sólo a medias canta, en el caluroso mediodía sin sombra de Valizas, departamento de Rocha, en la Banda Oriental del Uruguay, un tema de Daniel Viglietti, tan, tan viejo, tan ingenuo, tan lindo, tan de otra era geológica, que apenas es posible sobrevivir porque después viene una de los Beatles, y hay como un reordenamiento, siempre arcaico, perdido, de las cosas.

En Punta del Diablo, lindo y caliente como una brasa, el próspero dueño de un bello bolichito con terraza asomada sobre las rocas y la espuma de la rompiente se mofa de los turistas, sus comensales incluidos: “Acá vienen los que quieren gastar mucho y pasarla mal, yo no entiendo cómo me pagan 350 dólares diarios por mi casa, cuando por esa plata hasta tendrían una mucama en Punta del Este”. Afuera, aparentemente feliz, se calcina una multitud de jóvenes de procedencias diversas.

El viento impiadoso y el agua helada no son suficientes en La Paloma para impedir que encalle un ballenato, extraviado según las autoridades, lastimado o no, depende de quien informe, con la gente apiñada en la playa, con su aspecto de molusco gigantesco y triste, con su falta de voluntad para vivir aguas adentro.

La ruta del regreso, gracias a extravíos y errores varios, no desemboca en el más eficaz de los recorridos, se hace larga, rompe la monotonía del asfalto entrando en uno y otro pueblo. Por ahí, un cartel anuncia un puente sobre un río, y el río se llama Santa Lucía, y entonces está claro que se trata del “puente de fierro sobre el pajonal” al que cantaba Alfredo Zitarrosa, ese al que el Loco Antonio “amaba más”, el mismo Loco Antonio al que la bajante “encontraba pensando y dele fumar”. El tiempo y las cosas, por un instante breve, vuelven a estar en su lugar, sea cual sea.

La foto es de Natalia Kurchin.

sábado, 8 de enero de 2011

Brecht, Cedrón y San Jamás

En la última secuencia, el Tata Cedrón canta que “en el día de San Jamás tendrá trabajo el hombre parado”, y que “la mujer pobre descansará”. Es el final de un bello documental acerca de su hermano Jorge Cedrón, el cineasta que a los treinta años filmó clandestinamente Operación Masacre, durante la dictadura de Alejandro Lanusse, con el mismísimo Rodolfo Walsh como guionista, y que en 1980, a los 38, murió en París, en el exilio.

Jorge Cedrón murió apuñalado mientras su suegro, Saturnino Montero Ruiz, amigo de Lanusse y ex intendente de facto de Buenos Aires, era mantenido secuestrado en la capital francesa vaya a saber por quién y con qué objetivos. Eran los tiempos en que los hombres de Emilio Massera operaban en París en pos de, en conversaciones con, los de Eduardo Firmenich. De la muerte de Cedrón se dijo que había sido un suicidio. Claro, fueron muy pocos los que vieron que las puñaladas eran cinco y que el cuchillo descansaba en la mano derecha del cadáver de Cedrón, que era zurdo.

Todo eso es lo que narra el film Jorge Cedrón, cuentos clandestinos, que me acercó Julia Baglietto, su directora de fotografía. En la película, como suele suceder, hay mucho más. Hay una época y una historia. Lo más rico, lo más imprevisible, se va tejiendo desde el principio pero sólo estalla en ese final con el Tata, su guitarra, su sonrisa sorprendida, su mirada que no parece terminar de entender, y el auxilio de nada menos que Bertold Brecht, el poeta de San Jamás, que harto ya de esperar anuncia que ese día será “no mañana por la mañana, sino antes que el gallo empiece a cantar”.

Pero a Brecht, comunista en tiempos del nazismo, no le habían tocado días de victoria sino “tiempos sombríos”, en que había que cambiar “de país como de zapatos, a través de las guerras de clases”. Unos tiempos en los que, en definitiva, había lugar para esos versos finales de A los hombres futuros: “…cuando llegue el tiempo en que el hombre sea amigo del hombre, pensad en nosotros con indulgencia”. Al terminar la película, no resulta difícil imaginar a Jorge Cedrón murmurando esos versos en voz baja.

martes, 4 de enero de 2011

Furias de Gran Hermano

El programa es espantoso. Su argumento, ya muy conocido: una veintena de chicas y de muchachos seleccionados con rigor según patrones que sólo conocen los patrones, una casa, un largo encierro, micrófonos y cámaras de televisión por todos lados. Se llama Gran Hermano, y ha azotado las pantallas de tv en muchas partes del globo.

La versión local, y presente, tiene la desventaja adicional de que su conductor es un individuo que induce, por diversas razones, al más cerrado pesimismo acerca de las potencialidades de la comunicación. Se llama Jorge Rial. Lo asiste un relativamente amplio séquito de sujetos que se prestan a debatir, a interpretar, a discurrir sobre todo lo que pasa o no pasa en la casa escenario del show. Ninguno de ellos, que se sepa, ha encandilado a nadie con sus luces.

En los últimos días se pudrió todo. Es que los participantes en el programa, llevados seguramente por el aburrimiento, por el deseo sexual reprimido, por la escandalosa anormalidad de la situación (que, como Rial repitió el domingo 2 de enero un centenar de veces, todos ellos aceptaron libremente) se dedicaron un par de veces a tirarse almohadas, con lo que resultaron rotos algunos picaportes, cámaras y micrófonos. Así que el mismísimo Gran Hermano, un locutor que lee con voz engolada unos textos de baja calidad (con perdón de la comunicadora que empleó esta expresión para referirse a los inmigrantes de países limítrofes) se sintió obligado a poner orden, y adoptó una resolución a la que llamó, con anacrónica desdicha, comunicado: por los actos de violencia, los encerrados perdieron una cantidad de comida extra que al parecer se habían ganado en buena ley en un desafío ideado por la propia producción.

Los jóvenes participantes, que están ahí vaya a saber por qué razones, se retobaron. No les gustó ni un poquito que los sancionaran con una quita de comida. Daba la impresión de que tampoco les gustaba el trato, ni el tono, ni el cómo ni el porqué. Y discutieron. Rial simuló escandalizarse: “¡Hace una hora que estamos hablando de esto!”. Uno de los insubordinados respondió, con una media sonrisa: “Será que estamos midiendo bien”. Los panelistas amaestrados de Gran Hermano se indignaron. Uno de ellos sintetizó el sentimiento general: “¿Cómo puede hablar de rating, si no sabe? ¿Cualquiera se pone a hablar de rating?”

Que cualquiera hable de rating puede ser grave. Pero tal vez no lo sea menos que los panelistas insistieran en identificar a los descaminados participantes de un show televisivo, que ahitos de ocio se han puesto revoltosos, con los trabajadores y con los estudiantes que cortan calles o toman colegios en defensa de sus derechos. La magia de la televisión logró hacer entrar a unos y otros en dos palabras: piqueteros y vándalos. No faltaron, como en altri tempi, profusas reflexiones acerca de qué clase de madres habrán sido las de esos muchachos. Que Gran Hermano se apiade de todos ellos.