martes, 2 de octubre de 2012

Hobsbawm en Buenos Aires


En noviembre de 1999, Eric Hobsbawm estuvo de visita en Buenos Aires. Tuve el privilegio de participar de una entrevista con él, junto a otras tres o cuatro personas. Escribí entonces una nota para el periódico La Vanguardia, de la que transcribo a continuación solo algunos párrafos.


“Un historiador no está nunca de vacaciones”, dice el historiador británico Eric Hobsbawm. Está citando, aclara, a un ilustre colega y amigo, ya desaparecido, el francés Fernand Braudel.  Antes, ha asegurado que aprendió a hablar español en sus viajes por América Latina, en la calle y en charlas de café. Es un método de aprendizaje, sostiene, más rico que cualquier otro.
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A los ochenta y un años, el intelectual inglés no ha decidido aún poner fin a su larga obra. Planea retomar  la investigación acerca de las formas pre políticas de rebelión popular, un tema que lo apasiona desde hace muchos años y sobre el que escribió uno de sus libros más admirados, el ya clásico Rebeldes Primitivos. “Me parece que el tema no está agotado - se entusiasma -, que tiene aspectos todavía inexplorados. Cuando escribí aquel libro no me di cuenta de todo lo que había allí. Creo que en los tiempos anteriores al capitalismo, a la sociedad moderna, había una idea en la cabeza de la gente alrededor de las que podrían ser unas relaciones aceptables entre los seres humanos, en términos de la justicia social, la libertad, la emancipación. Todo ello dentro de ciertos límites, relativos a la accesibilidad del poder, a la perspectiva, a la amplitud de conocimientos de la gente. Esa manera de pensar el mundo social cambió, después de la era de las revoluciones, no sólo por el nuevo contexto político, con el establecimiento de los estados nacionales, sino sobre todo por la invención de un nuevo vocabulario, de un nuevo lenguaje para expresar un discurso político-social. Pero es que todavía hay grandes zonas del mundo que están en tránsito desde sociedades anteriores a la Modernidad”.
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La aparición del libro (Historia del siglo XX, o La era de los extremos) en Europa motivó, entre muchos comentarios, el de que su autor escribe “como un marxista desilusionado”.  Hobsbawm reflexiona al respecto: “He pasado más de la mitad de mi vida esperando el triunfo de la revolución mundial. Cuando comprendí que ya no era posible,  esperé todavía un mejoramiento del socialismo realmente existente, pero parece que eso tampoco fue posible. Es claro que tengo que estar desilusionado. Pero en un sentido, en lo que se refiere a mi oficio, eso no es malo. La buena historia es la historia hecha por los vencidos, no por los vencedores. La derrota agudiza el sentido de análisis. En cuanto al marxismo, hay que decir que pese a todo su genio, Marx se equivocó en algunas cosas, pero no siento ninguna desilusión con el modo de ver la Historia según el método de Marx. En todos mis libros he intentado aplicar precisamente ese método”.
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La Historia del Siglo XX, que ha sido traducida a la friolera de treinta y seis idiomas, no lo ha sido, curiosamente, al francés. Hobsbawm asegura que no tiene para ese asunto una explicación clara: “Habría que preguntarles a los franceses. Algunos me han dicho que creen que quienes seguramente escribirían las reseñas en los periódicos no harían una crítica favorable, y que eso perjudicaría la venta. Es probable que a esos críticos la obra les resulte demasiado marxista. Me ha pasado antes, al revés, con otros libros. En la ex Unión Soviética mis textos no fueron nunca publicados, porque las autoridades no los consideraban suficientemente marxistas”.
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Hobsbawm recordó también a “algunos amigos argentinos que ya no están”: “Uno de ellos es Pancho Aricó, un hombre de un intelecto fino, un socialista impresionante. Los otros dos eran escritores, y tuve el honor de tratarlos hace muchos años en La Habana: Julio Cortázar y Rodolfo Walsh”.
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“Cuando era muy joven creía en la posibilidad de construir un mundo perfecto. Ya estoy demasiado viejo para creerlo, pero sí creo en un mundo mejor, en un mundo para todos, sin excluídos”. Dos días antes, al finalizar una de sus conferencias, había dicho que después de haber sobrevivido al terrible y deslumbrante siglo veinte, tenemos razones para ser optimistas. Moderadamente, pero optimistas al fin.  












lunes, 1 de octubre de 2012

Adiós, maestro


A fines de los años setenta, en los años más negros, nos reuníamos todos los viernes a la noche a leer a Eric Hobsbawm en un departamento de dos ambientes de Palermo, que todavía era un barrio con almacenes y talleres mecánicos. Éramos cinco profesores de Historia a los que se nos había escamoteado el saber de uno de los más notables historiadores del siglo. Durante esos viernes leímos y discutimos Las Revoluciones Burguesas y otros textos, y aprendimos algunas cosas para siempre. Muchos años después, a fines del siglo, Hobsbawm definió a Carlos Marx como “lo que los japoneses llaman sensei, es decir, un maestro intelectual con el que se tiene contraída una deuda que no se puede pagar”. Más de una generación de historiadores, seguramente, piensa lo mismo de él.   

miércoles, 22 de agosto de 2012

Memoria del 22 de agosto


Quiero escribir solo aquello de lo que me acuerdo. El 22 de agosto de 1972, a la tarde, me enteré de que algo terrible había sucedido por la madrugada en la Base Almirante Zar, de Trelew.

Empezó a circular la versión oficial de la dictadura de Alejandro Lanusse: los 19 prisioneros que se habían fugado del penal de Rawson y que habían sido apresados en el aeropuerto de Trelew, habían intentado fugarse también de la base naval, habían sorprendido a un oficial de apellido Sosa, se habían apoderado de su pistola, y habían sido abatidos en un tiroteo por las tropas navales.

Diecinueve presos con una pistola, en una base de la Armada. Los marinos habían tenido que liquidar a casi todos – habían quedado, heridos, tres sobrevivientes -, para impedir la fuga. La versión, como más tarde escribiría Rodolfo Walsh respecto de los comunicados de la dictadura de Jorge Videla, no estaba destinada a ser creída. En efecto, nadie la  creyó, aunque algunos fingieron hacerlo.

Yo estudiaba Periodismo. Cuando llegué a la Escuela, esa noche, el aire hervía. Se había armado una coordinadora que integraba a numerosas agrupaciones políticas estudiantiles. Esa noche estuvimos todos juntos: socialistas, peronistas, comunistas.

Fuimos a la Universidad Tecnológica de Almagro, en la avenida Medrano, que ya había sido tomada por los estudiantes. La policía rodeó el edificio, pero aguantamos adentro hasta que se fueron. Allí escuché, y grité, un estribillo que haría época: “Ya van a ver, ya van a ver, cuando venguemos los muertos de Trelew”. Al día siguiente lo gritaríamos muchas veces en actos relámpago en calles y plazas. Esa noche, en la UTN, un compañero me dijo: “Esta masacre va a provocar un gran salto en la violencia política, hasta niveles que no podemos imaginar ahora”. Después del 24 de marzo de 1976 volví a recordar esa frase y esa noche, muchas veces. 

viernes, 17 de agosto de 2012

San Martín: entierro en la Catedral


El 17 de agosto de 1850 murió José de San Martín en Boulogne Sur Mer, Francia. Seis años antes había escrito en su testamento: “Prohibo el que se me haga ningún género de funeral, y desde el lugar en que falleciere se me conducirá directamente al cementerio sin ningún acompañamiento, pero sí desearía el que mi corazón fuese depositado en el de Buenos Aires”.

La voluntad del difunto general revolucionario se cumplió treinta años más tarde, aunque parcialmente: sus restos fueron trasladados a Buenos Aires, pero no al cementerio sino a la iglesia catedral. Es fama que las autoridades religiosas opusieron alguna resistencia. Es que aún no se había inventado el catolicismo retrospectivo de San Martín, y los curas sabían que el hombre no había sido precisamente de los suyos.

El gobierno de Nicolás Avellaneda, pródigo en créditos, logró finalmente convencerlos, pero ellos se las arreglaron para que la tumba se construyera no en el interior de la iglesia sino en un recinto lateral, fuera de lo que llaman el “perímetro consagrado”. Está, pero no está.

Una persistente tradición sostiene, además, que el féretro está inclinado en el interior de la tumba, con el extremo que corresponde a la cabeza más abajo que el de los pies. El presidente del Instituto Sanmartiniano, un general, declaró a la prensa hace dos años que fue así porque el ataúd era más grande de lo previsto y no entraba en posición horizontal. Otros creen que se trató de un gesto intencional. Esa posición del féretro, dicen, estaba reservada a los condenados al infierno.

viernes, 3 de agosto de 2012

Lakras, zurdos y cruces


Los tipos le pintaron lakra en la pared de su casa. Con K, como suelen hacer en sus ingeniosos juegos de letras y palabras. Korrupción, diktadura, kretina y otras idioteces. También pusieron zurdo, como para que las cosas se fueran aclarando. La frutilla de la torta fue la cruz esvástica. Es de otra época, pero todavía puede asustar.

La casa está en Junín, provincia de Buenos Aires, una ciudad que guarda en su memoria a 35 de sus hijos detenidos desaparecidos en el período que va desde 1976 hasta 1983. El habitante de la casa agraviada milita en Memoria, Militancia y Justicia, una agrupación que defiende los derechos humanos desde la época misma de la dictadura cívico militar que encabezaron, por así decirlo, Jorge Videla y José Martínez de Hoz.

Hace un par de meses, la Justicia dispuso someter a juicio oral a siete agentes del Terrorismo de Estado acusados de crímenes de lesa humanidad cometidos en Junín. Son seis policías y un civil. Todo el mundo cree que hay muchos más. En la ciudad funcionaron cuatro centros clandestinos de detención. Muchos pobladores fueron detenidos, torturados, y liberados después. Cualquiera sabe adónde podría ir a parar todo si aparecen testigos dispuestos a contar lo que recuerdan.

Así que los custodios que aún quedan de la barbarie planificada salen, por ahora, a pintar paredes, a ver si así algunos se amilanan. Ya deberían haber aprendido que hace tiempo el miedo dejó de dar resultado. Pero no les queda otra, así que los zurdos y las lakras tienen que saber que todavía hay cruces esvásticas en busca de sus paredes. Aunque parezca mentira.

jueves, 19 de julio de 2012

El San Martín facho del diario La Nación


En una nota que publicó el martes 17 en La Nación, el columnista Rolando Hanglin sostiene que José de San Martín era lo que hoy llamamos un facho, un hombre de derechas, amigo del orden y de la represión. Es difícil establecer si Hanglin es un auténtico ignorante o un vulgar mercenario que escribe lo que sus patrones quieren leer.

El que apueste por la hipótesis de la ignorancia en seguida encontrará una prueba. Según el texto, el Libertador “trajo al país las ideas de Independencia y Libertad junto a otros de su generación”. Cada palabra demuestra que la Historia no es una disciplina que se le dé bien al autor. Cuando llegó a Buenos Aires en 1812, que no “al país”, que por entonces no existía, San Martín no trajo ninguna idea que no fuera ya sostenida por otros,  ni hay razones para sostener que quienes viajaron con él eran “de su generación”.

Vuelve a equivocarse cuando sostiene que en 1848 “las dos potencias rectoras del mundo (Inglaterra y Francia) bloquean el Río de la Plata y se produce la Vuelta de Obligado”. Ese combate, del que no da ninguna información, lo que resulta curioso, se había librado en 1845, y en ese mismo año se había puesto fin al bloqueo anglo francés. Todos los datos se pueden corroborar en cualquier manual para estudiantes secundarios.

Sin mengua de nuevos errores, lo que sigue es mala leche pura. Vaya solo un ejemplo. Cita Hanglin una carta en la que San Martín se refiere a la revolución francesa de 1848: "Los sucesos ocurridos desde febrero han planteado el problema de dónde iré a dejar mis huesos, aunque por mí, personalmente, no trepidaría en permanecer en este país. Pero no puedo exponer a mi familia a las vicisitudes y consecuencias de la revolución". El subrayado es mío, y tiene por objeto poner en evidencia que es difícil concluir de estas líneas que la actitud de San Martín ante la revolución era la de un facho.

Lo que sigue es aun más absurdo, más confuso, más necio y peor intencionado, cargado de citas que se refutan solas. San Martín era antisocialista, se entusiasma Hanglin. Desde ya que no era socialista, habría que responderle. No habría podido serlo. Era, sí, un viejo revolucionario de fines del siglo XVIII y principios del XIX, enemigo de las monarquías absolutas, de los privilegios de nacimiento, de las aristocracias, del oscurantismo.

Hanglin, en cambio, insiste en que era un hombre de derecha, un verdadero facho. Más allá del obvio anacronismo, habría que seguirle el juego. San Martín era un curioso facho que abolió la esclavitud en el Perú, que reconocía a los pueblos indígenas como “los verdaderos dueños” de la tierra, que llamaba fanatismo a la religión, que proclamó a sus tropas que “la ferocidad y la violencia son crímenes que no conocen los soldados de la libertad”, que no cumplió la orden del gobierno de combatir con su ejército a los paisanos federales del Litoral, que a su antiguo oficial Juan Lavalle, lanzado a reprimir a la población de Buenos Aires después de fusilar a Manuel Dorrego, le escribió: “Una sola víctima que pueda ahorrar a su país le servirá de un consuelo inalterable”.

La explicación de tanto desatino parece vinculada, más que a la Historia, a su utilización en la política presente. Hace más de un siglo, el ex presidente de la República y fundador del diario La Nación, Bartolomé Mitre, se dedicó en persona a manipular la historia de San Martín con el objeto de embellecer la de la facción política y social a la que él mismo pertenecía. Ahora, su diario deja en manos de un cómico de segunda la misión de juntar al viejo general con los caceroleros del Barrio Norte y con otros esperpentos que abominan del progreso social. Una parábola que habla por sí misma.

lunes, 9 de julio de 2012

Independencia

El 9 de julio de 1816 no se declaró la independencia de ningún país que se llamara Argentina, sino de las Provincias Unidas de la América del Sur, y los firmantes representaban a algunas de las que más tarde serían provincias argentinas y a otras que lo serían de Bolivia. La declaración fue impresa en castellano, en quechua y en aymara. La Historia es mucho más rica y más compleja que las efemérides. ¡Salud, independencia de la América del Sur!

sábado, 30 de junio de 2012

Paraguay, el fin de una esperanza


“Ya no existe el Paraguay, donde nací, como tú”, escribió Carlos Guido y Spano en 1871, cuando el Brasil imperial, la Argentina de Bartolomé Mitre y el gobierno que ellos habían impuesto en el Uruguay acababan de consumar el crimen masivo que se conoce con el nombre de Guerra de la Triple Alianza.

El poeta, sin embargo, había nacido en Buenos Aires. Era hijo de Tomás Guido, compañero de armas, amigo y confidente de José de San Martín desde el inicio de la campaña libertadora. Seguramente el poeta había escuchado que la élite porteña despreciaba en San Martín, que había nacido en Yapeyú, y en cuyas venas tal vez corría sangre guaraní, a un “soldadote paraguayo”, a un “indio misionero”.

Es probable que a esos recuerdos se haya unido el del proyecto de unión americana que habían alentado su padre y San Martín, para que Guido y Spano escribiera el dramático lamento por el pueblo paraguayo. Lo que ha sucedido ahora, en 2012, no es comparable con los efectos de aquella masacre. No obstante, está en el la misma línea.

Después del exterminio de 1865-1870, en el que fueron muertos alrededor de 400.000 paraguayos, en efecto, el país ya no se recuperó. Devastado, malbaratadas sus tierras entre los vencedores y sus poquísimos aliados locales, que alojados en el poder no tendrían reparos en someter a los restos de la población a sangre y fuego, el Paraguay empezó a convivir con una condición que no se extingue: la de ser uno de los países más pobres y desiguales de la América del Sur.

Siguieron dictaduras, represión, y otra guerra, la del Chaco, en la que paraguayos y bolivianos se mataron recíprocamente en defensa de intereses ajenos. Y por fin, la larga dictadura de Alfredo Stroessner, que moldeó al país de tal manera que los intereses que defendía sobrevivieron a su caída.

Cuando en 2008 la candidatura del ex obispo católico Fernando Lugo consiguió reunir detrás de sí la voluntad de los desarrapados del país, en particular de las masas campesinas,  y, en el marco de un contexto favorable en la región, dar a luz al primer gobierno democrático en más de un siglo, el pueblo paraguayo vivió la esperanza de un cambio excesivamente demorado.

Es probable que Lugo no tuviera uñas de guitarrero, y es seguro que no pudo, o no supo, o no quiso generar una organización política que convirtiera a su seguidores dispersos en una fuerza capaz de disputar el poder real a sus viejos dueños. Como sea, en los gabinetes de los abogados de los ricos, tal vez en las salas de reunión de alguna embajada, no estaban dispuestos a correr riesgos. Había que terminar con el tímido experimento antes de las nuevas elecciones. No fuera cosa que el viejo Paraguay aniquilado volviera por sus fueros, para tratar de existir.

miércoles, 20 de junio de 2012

Belgrano y la bandera


Manuel Belgrano no creía que estuviera creando el símbolo de un estado, para que la posteridad lo recordase. Cuando mandó levantar la bandera blanca y celeste frente a sus tropas a orillas del Paraná, en febrero de 1812, no hacía otra cosa que levantar la insignia de una revolución. Eso era él, un revolucionario. La necrofilia de las efemérides argentinas ha hecho que la fecha en que murió, en 1820, se haya convertido en el Día de la Bandera. Pero el Belgrano que les pidió a sus soldados que juraran defender esa bandera, que era una causa, estaba vivo, y peleando. Y su Revolución también.  

domingo, 27 de mayo de 2012

Sobre los 3 de febrero


Por única vez, el año próximo va a ser feriado el 3 de febrero. Es que se cumplen doscientos años del combate de San Lorenzo, convertido en pieza musical de museo por la vieja marcha: “Febo asoma, ya sus rayos iluminan el histórico convento...” El peso del siglo redoblado parece haber decidido así a favor del choque armado de 1813 una vieja puja simbólica entre tres fechas idénticas.

La efemérides vencedora recuerda la carga victoriosa de dos escuadrones de Granaderos a Caballo contra las tropas realistas que asolaban las costas del Paraná, procedentes de Montevideo. El regimiento acababa de nacer, organizado por José de San Martín, un teniente coronel del ejército real que había cruzado el océano para enrolarse en la revolución americana contra la Corona a la que había servido hasta entonces.

Ese día nació a la gloria póstuma el joven mulato correntino Juan Bautista Cabral, “el soldado heroico” de la canción, y empezó su carrera, impensable antes de la Revolución, el mestizo guaraní José Félix Bogado, que se incorporó como soldado raso al Regimiento del que llegaría a ser el jefe, con el grado de coronel, al término de las campañas libertadoras en 1824.

Mucho antes, el 3 de febrero del año del Señor de 1536, el hidalgo español Pedro de Mendoza fundó por primera vez una infortunada Buenos Aires a orillas del Plata. Una mísera aldea en medio de la nada, que no duró más que cinco años. Los querandíes se cobraron las afrentas que les hizo el conquistador, y la destruyeron. Habría que esperar hasta 1580 para que Buenos Aires, a la que Borges juzgó “tan eterna como el agua y el aire”, naciera de nuevo, por impulso esta vez de Juan de Garay, que llegó desde Asunción, ahora del Paraguay, en el norte del litoral de los ríos, con unos setenta voluntarios de los que al menos sesenta eran mestizos.

En 1852, el 3 de febrero, casi cuarenta años después del combate de San Lorenzo, el Ejército Grande de Justo José de Urquiza batió en el Palomar de Caseros al que comandaba Juan Manuel de Rosas, y puso fin a la Confederación Argentina del caudillo porteño. La batalla abrió paso a la constitución del Estado Nacional que hoy se llama República Argentina.

Ese fue el 3 de febrero preferido de la élite dominante durante muchos años, y al que deben su nombre calles, paseos y localidades bonaerenses. Ese es el 3 de febrero en el que pensó Domingo Sarmiento cuando bautizó el parque que inauguró en los bosques de Palermo, donde se levantaba la residencia de Rosas. Esa residencia, sin embargo, resistió de pie todo lo que quedaba del siglo XIX. Un día de 1899, durante la segunda presidencia de Julio Roca, la volaron con una carga de dinamita. La Argentina moderna de la oligarquía, que ya había desarmado a San Martín y lo había puesto preso en un mausoleo de la catedral, seguía haciendo desaparecer partes del pasado. Por casualidad o no, ese día también era un 3 de febrero.

jueves, 24 de mayo de 2012

Revolución de Mayo

Hace un año, publiqué una nota, con el título de Viene asomando, en recuerdo de la Revolución de Mayo de 1810. Hoy quiero reiterar ese recuerdo, con las mismas palabras.

domingo, 29 de abril de 2012

Familia cristiana 2


Los obispos argentinos, que batallaron duramente contra la ley de matrimonio igualitario, están de nuevo en lo suyo, en la cruzada, ahora contra las reformas al Código Civil que ha enviado al Congreso la Presidenta Cristina Fernández. Ellos defienden a la familia, que como todos saben, es la célula fundamental de la civilización en cuya cresta navegan. Así que hay que escucharlos.

A ellos los llena de horror el alquiler de vientres. Es apenas un detalle que su iglesia lleve casi dos mil años contando como digna de veneración la historia de que Jesucristo fue engendrado por un espíritu, en el vientre de una virgen casada, por encargo de dios. ¿Alquiler de vientres? Claro que no, aunque según las mismas escrituras que los católicos tienen por sagradas, un enviado de dios, un tal arcángel Gabriel, había visitado previamente a la joven para hablar en privado acerca de las intenciones del Señor.

José, el marido, tuvo a bien simular delante del mundo que él era el padre del menor, que si no hubiera tenido el privilegio de ser dios él mismo, habría tenido razones para dudar de su propia identidad. ¿Es lo mismo que “crear deliberadamente hijos huérfanos”, que no saben quiénes son sus padres, como han dicho los obispos que quiere hacer el nuevo Código?  Está claro que no, porque… porque es la voluntad de dios.

Como fue su voluntad que miembros de su iglesia colaboraran entre 1976 y 1983 en el robo de bebés y en la supresión de su identidad. Dicen los obispos: "Todos los niños tienen derecho a conocer a sus padres y, en la medida de lo posible, ser criados por ellos". Pero claro, en ese momento se trataba de combatir a la subversión, no de cambiar leyes por medios constitucionales y democráticos, prácticas en las que dios no tiene demasiada experiencia.

Esa misma historia del matrimonio entre la virgen María y su marido José, el que fungió falsamente como padre del hijo del Padre, es la que habilita a los pastores católicos para expedirse sin sombra de duda sobre esta frágil institución humana. Frágil, cuando los códigos civiles intentan disolverlas con derechos a rápidos divorcios, pero sólida y santa cuando dios es el tercero en discordia: al bueno de José nunca se le ocurrió, que se sepa, divorciarse de María, aunque debía tener fuertes sospechas de que algo andaba mal con el embarazo de su cónyuge, renuente como había sido a las relaciones sexuales.

Así como es santo el matrimonio, que con la gracia de dios es capaz de sobrevivir virtuosamente a engaños, abandonos y desamores, peligroso y bajo es el concubinato, que el Código Civil pretende enaltecer en desmedro de la familia cristiana. La iglesia sabe bien que a esas cosas hay que mantenerlas en la oscuridad de la sacristía o escondidas en la discreción de la casa chica, bajo el peso de la condena social. No hay por qué dar escándalo a las buenas almas con uniones sin sacramento que se pavonean a la luz del día, como si no necesitaran del perdón de dios. 

Y los niños, hay que dejar que vayan a ellos, que saben cómo cuidarlos y protegerlos. Los quieren proteger de las decisiones de una sociedad civil que no valora a “la familia fundada sobre el matrimonio, como relación estable del varón y la mujer”. Y que pretende incluso que se simplifiquen los trámites de adopción. A los curas eso tampoco les gusta. Habría que ver por qué.

miércoles, 11 de abril de 2012

En un tren, atravesando el campo

Ir en un tren, atravesando el campo. Subir en la estación Lacroze, iniciar el viaje hasta Villaguay, Entre Ríos, que se sabía cuándo empezaba pero no cuándo iba a terminar, pero que prometía al final un alborozo de abuelos, primos, amigos. Cruzar el Paraná en ferry, antes de que el puente cambiara todo, o casi todo, las largas horas en el río, bordeando las islas, con calor y mosquitos pero con ese inolvidable olor a vagón, a locomotora, a asiento de tren, a material ferroviario.

Eran los años cincuenta, y los de principios de los sesenta. A veces el tren se quedaba detenido en medio del campo, y los pasajeros bajaban a estirar las piernas, y el olor era a pasto, a bosta, a cielo abierto. Después, o antes, algunos chicos saludaban con la mano en alto desde los ranchos a la vera de las vías, y les devolvíamos el saludo desde la ventanilla. Y el coche comedor. Por alguna razón, ningún restaurante, en ninguna de las ciudades que he conocido en los años posteriores me devolvió nunca el gusto del bife con huevos fritos del coche comedor de esos trenes del ferrocarril Urquiza de hace cincuenta años.

Y después, a lo largo de los años, por otros motivos, a Mar del Plata, a Olavarría, a Rosario, siempre los trenes atravesando el campo. Los trenes, inseparables de la noción de construcción de una nación en el siglo XIX. Los trenes de los ingleses y sus estaciones tan inglesas, una de las cosas más argentinas que hayan existido. La revolución conservadora terminó con todo. Carlos Menem lo hizo aquí en los noventa, ramal que para, ramal que cierra, pueblos fantasma, los mismos que se habían levantado en torno de la estación y del almacén de Ramos Generales en cualquier lugar de la pampa..

Ahora, los trenes son apenas algo más que máquinas de transportar malamente a los trabajadores del conurbano hasta sus lugares de trabajo en la ciudad, y de vuelta a casa, enlatados, oprimidos, para ganancia de empresarios parásitos y desenfrenados, con protección de un estado que mira para otro lado, por venalidad, por desinterés, por falta de audacia, de proyecto. En la estación Once, donde murieron más de cincuenta personas hace casi dos meses, no se estrelló solo un tren. Se estrellaron un país, una historia, una ilusión. No es que los trenes no puedan volver a atravesar el campo. Sí que pueden, pero va a haber que poner lo que hace falta. Si no, todo lo demás no habrá servido para nada.

jueves, 5 de abril de 2012

Ratzinger se renueva

Joseph Ratzinger, alias Benedicto XVI, dijo la semana pasada: "Es evidente que la ideología marxista, en la forma en que fue concebida, ya no corresponde a la realidad. Nuevos modelos deben ser encontrados con paciencia y de forma constructiva; nosotros queremos ayudar". Ojalá que ayude. Su estricto apego a la realidad y a la renovación de los modelos quedó en evidencia días después, cuando ante el reclamo de algunos centenares de curas europeos, respondió: “La Iglesia no recibió autoridad del Señor para ordenar mujeres sacerdotes".

sábado, 24 de marzo de 2012

Lo que nos pasó el 24 de marzo


Aprendimos muchas cosas, a partir de ese 24 de marzo. A vivir con mucho miedo, a estar pendientes de los nombres que aparecían en las listas de caídos en presuntos combates, a despedirnos de los que se iban al exilio, a disimular, a reconocer a los “de confianza”.

Nos mudamos de casa, cambiamos de trabajo, dejamos de ver a los compañeros y amigos por un tiempo. A veces se nos helaba la sangre cuando nos paraban la bonaerense o la federal en un control vehicular. Escuchábamos nuestras canciones a un volumen muy bajo. Atesorábamos los libros de los que no nos habíamos querido desprender, a pesar de que nos habíamos deshecho de panfletos y periódicos.

Encajábamos como podíamos las noticias de mierda: de José no se sabe nada desde hace una semana, al Negro se lo chuparon a la salida del laburo, a María José, ¿te acordás?, se la llevaron de la casa de la vieja.  Y ese compañero de trabajo que te pedía que lo cubrieras porque no podía ir a trabajar, y vos que sí, pero qué te pasa, decime la verdad, y era que se habían llevado a su hermana, y a él lo habían levantado en un auto después de dar la vuelta con esas madres en la Plaza de Mayo, lo habían golpeado.

Y en un  momento empezamos a juntarnos, a reconstruirnos, a llorar por los nuestros, a sacar una revista, semi clandestina, a reunirnos para leer y discutir un libro prohibido que alguien había conseguido, a sentirnos humanos de nuevo, a soñar, sí, con la revancha. Todavía, y ya estamos grandes, no hemos podido entender del todo, todo lo que nos pasó.

miércoles, 21 de marzo de 2012

Marx pensaba en otras cabezas


Hace poco más o menos un mes se cumplieron 164 años de la publicación del Manifiesto Comunista, la más sencilla, la más breve y la más inacabable de las obras de Marx. Ni él ni Federico Engels habían llegado a los treinta años cuando en 1848 pusieron sus firmas al pie de ese, el más formidable panfleto de la historia.

En el librito se alojaba una tesis nueva, vigorosa, deslumbrante. "Esta tesis afirma  que en cada época histórica -sintetizó Engels cuarenta años después- el modo predominante de producción económica y de cambio y la organización social que de él se deriva necesariamente, forman la base sobre la cual se levanta, y la única que explica, la historia política e intelectual de dicha época. Que, por tanto, toda la historia de la humanidad ha sido una historia de lucha de clases, de lucha entre explotadores y explotados, entre clases dominantes y clases oprimidas".

La historia demostró después que aquello que Marx vislumbraba como más o menos inminente – el entierro del dominio de la burguesía por el proletariado revolucionario – estaba lejos de suceder. El fantasma del comunismo recorría Europa, como afirmaban los autores del Manifiesto, pero todavía no había llegado la hora de que ese fantasma saliera de los sótanos de las monarquías restauradas o de las repúblicas conservadoras.

Nadie podría nunca, de todas maneras, describir la obra histórica de la burguesía capitalista como lo hicieron Marx y Engels en un párrafo inigualable: “Todo lo sólido se desvanece en el aire... Espoleada por la necesidad de dar cada vez mayor salida a sus productos, la burguesía recorre el mundo entero. Necesita anidar en todas partes, establecerse en todas partes, crear vínculos en todas partes. Mediante la explotación del mercado mundial, la burguesía dio un carácter cosmopolita a la producción y al consumo de todos los países". Como puede verse, lo que ellos describían en 1848 no era otra cosa que lo que ahora conocemos con el pomposo nombre de globalización.

El historiador británico Eric Hobsbawm escribió hace unos veinte años que Marx era para él lo que los japoneses llaman un sensei: “Un maestro intelectual con el que se ha adquirido una deuda imposible de pagar”. Un gran poeta y militante, Bertold Brecht, escribió a su vez a mediados del siglo XX una sentencia que, tal vez, llegaba más allá que cualquier definición de las ciencias sociales: “Él pensaba dentro de otras cabezas, y en la suya, otras cabezas lo pensaban”.

miércoles, 14 de marzo de 2012

Los asaltantes y el Baby

La víctimas asaltadas recibieron, entre padre e hijo, siete balazos. El hijo está grave. El padre solo fue herido en las rodillas y en una muñeca. Uno de los asaltantes murió acribillado: ocho balazos. Otro, herido, tiene cuatro. Las víctimas parecen haber tenido más poder de fuego que los victimarios. A los asaltados, las víctimas, los visitaron González Oro, Luis Ventura, Eduardo Feinmann, Chiche Gelblung, y el falso ingeniero Juan Carlos Blumberg, de feliz memoria. Los comentarios de los lectores de La Nación y de Clarín aplauden a la víctima, el conductor radial Baby Etchecopar, y quieren que todos nos armemos para matar a los negros de mierda que no respetan ni la vida ni la propiedad de las personas de bien.

domingo, 4 de marzo de 2012

Otra vez Iran

Suenan fuerte los tambores de guerra. Si hablamos mucho de ellos, tal vez contribuyamos a neutralizarlos. El objetivo es Iran. A fines de 2006, después de doce meses en que la amenaza estuvo viva día tras día, escribí esta nota: "El año en que no atacaron a Iran". Ojalá este año termine igual. 



En febrero pasado, el Presidente George Bush todavía alardeaba, en su discurso sobre el Estado de la Unión, con que sus muchachos estaban ganando una guerra en el lejano Irak, donde construían un mundo sin tiranos. Las informaciones que todo el planeta conocía autorizaban a pensar lo contrario. Desde que la Casa Blanca anunciara su triunfo sobre el régimen de Saddam Hussein, en mayo de 2003, las tropas estadounidenses habían acumulado sólo fracasos en su lucha contra la enconada resistencia iraquí.

Sin embargo, el descomunal poderío militar de la súper potencia y su necesidad de hacer uso de él hacían temer que los dueños del poder en Washington intentaran todavía una fuga hacia adelante mediante la extensión del conflicto. En ese sentido, las persistentes amenazas contra Irán, con el pretexto del supuesto peligro que entrañaba su programa nuclear, permitían suponer que Bush y los suyos estaban dispuestos, a pesar de todo, a atacar de nuevo.

Por lo pronto, se había puesto en marcha una pertinaz campaña de prensa en todo el mundo. Si Mahmoud Ahmadinejad, presidente de Irán, anunciaba por ejemplo que en caso de que su país fuera atacado se vería obligado a defenderse, los titulares de diarios, agencias de noticias y canales de televisión aseguraban que él había insistido en amenazar a Occidente entero. Más allá de las características regresivas del régimen islamista de Teherán, la propaganda estadounidense se parecía demasiado a la que durante todo 2001 había castigado al Afganistán de los talibanes, y el año siguiente al Irak de Hussein. Una verdadera preparación del decorado militar.

Estaba claro, sin embargo, que si emprendía una nueva guerra en Oriente Medio, Bush iba a tener que hacerlo sin el compacto apoyo del establishment de su país, una parte del cual ya había comprendido para entonces que los métodos de los halcones de la Casa Blanca y su visión del mundo sólo podían conducir a nuevas frustraciones. A fines de abril, el columnista del New York Times Thomas Friedman interpelaba a los norteamericanos: "Si ésta es nuestra única alternativa, ¿qué preferiría usted? ¿Un Irán con armas nucleares o un ataque contra sus centros atómicos que fuera lanzado y vendido al mundo por el equipo de seguridad nacional de Bush, con Donald Rumsfeld al frente del Pentágono? Yo prefiero un Irán con armas nucleares".

Los tambores de una nueva guerra sonaban fuerte, a pesar de que el historiador Immanuel Wallerstein se preguntara públicamente si en la Casa Blanca podían estar hablando en serio. Allí, en la sede del poder, los allegados al presidente se limitaban a responder que todas las opciones estaban sobre la mesa.

Las cosas se agitaron trágicamente en el verano boreal. Israel, aliado y protegido de Washington en la región, descerrajó a mediados de julio una brutal ofensiva contra el Líbano, con el alegado propósito de aniquilar a los terroristas de Hezbollah. A lo largo de todo un mes se extendió la siembra de muerte y desolación, pero también la resistencia, de impensada eficacia. La conocida vinculación de la milicia chiíta libanesa con la teocracia iraní permitió a los observadores barajar la hipótesis de que Israel estaba intentando, mediante la política de los hechos consumados, arrastrar a su protector a la confrontación. El prestigioso periodista estadounidense Seymour Hersh llegó a denunciar, en agosto, que el ataque al Líbano no era otra cosa que un ensayo general previo al zarpazo contra Irán, y que el Pentágono había participado de su planificación.

Pero las cosas no terminaron bien para los agresores. A pesar de la enorme cantidad de víctimas libanesas, no hubo victoria israelí. Bush, que había respaldado sin disimulo la operación de sus aliados, pagó la apuesta con una nueva derrota política. En Irak, en tanto, en esos mismos días la resistencia se hacía todavía más intensa. Según asegura el Pentágono, el número de ataques sufridos por sus tropas y por las del gobierno títere de Bagdad trepó 22 por ciento desde mediados de agosto, para alcanzar a 959 por semana.

Cifras aparte, a medida que se aproximaban las elecciones de noviembre en Estados Unidos el desastre de la ocupación -y el de la política mediooriental de Bush en su conjunto- se hacía cada vez más visible. Y cada vez más voces lo hacían público. Sobre la derrota republicana en los comicios, que finalmente sucedió, vino a apoyarse el informe de la comisión bicameral sobre Irak, que no vacila en recomendarle al presidente que saque a sus tropas del pantano, y que negocie con Irán. El 20 de diciembre, un confundido Bush, lejos de su obcecado triunfalismo, admitió que los suyos no están ganando la guerra. Ya había despedido a Donald Rumsfeld y lo había reemplazado por Robert Gates, un conservador realista, que no para de formular declaraciones acerca de lo mal que están las cosas para las tropas estacionadas en el Golfo.

Es probable que en Irak y en el Líbano haya quedado enterrado, aunque sea provisionalmente, el aberrante programa de guerra preventiva contra buena parte del mundo que Dick Cheney y Rumsfeld soplaron a los receptivos oídos de Bush al empezar el siglo, y que la tragedia del 11 de Septiembre de 2001 contribuyó a poner en práctica. Termina 2006 sin que lluevan bombas inteligentes sobre Irán. Al empezar el año, nadie hubiera podido jurar que así sería.

jueves, 9 de febrero de 2012

Vive el gallo rojo


Estuve en España cuando era chico, en 1960, y en el 61. Pleno franquismo. Los guías turísticos lo llevaban a uno a visitar el Alcázar de Toledo, y hablaban de “los nuestros” cuando se referían a los nacionalistas vencedores. Las empleadas de limpieza de los edificios de departamentos y de los hoteles limpiaban el piso de rodillas, trapo en mano. Los mozos, los choferes, los vendedores callejeros a los que mi viejo trataba de sonsacar sobre el dictador se limitaban a las evasivas y a las sonrisas de compromiso. Baltasar Garzón era entonces un niño pequeño en la pobre Andalucía.

Solo había un relato que se dejaba oír: el de los buenos patriotas y creyentes que habían salvado a España de los herejes comunistas. Con el tiempo, me hice de otro relato. Estudié la guerra civil, escuché las canciones de la resistencia, leí los versos de Miguel Hernández, de Rafael Alberti, de César Vallejo, de León Felipe, y de tantos. Un día luminoso de principios de los setenta, en el desaparecido Cine Arte, vi por primera vez, y para siempre, Morir en Madrid. Escuché narraciones en primera persona de desterrados y sobrevivientes. Amé a la República española, odié al franquismo. 

Después, la tragedia se ensañó aquí. Justo cuando allá terminaba, o empezaba a terminar. Allá moría el Caudillo por la Gracia de Dios, aquí Jorge Videla y sus secuaces se hacían con la suma del poder público. Aquí se lanzaba la de secuestros, torturas, ejecuciones, y desaparición de personas que allá se terminaba. Cómo olvidar el olor a libertad que nos traían las películas y las series que lograban atravesar la censura a principios de los ochenta. Cómo olvidar Solos en la madrugada, y la dedicatoria del final. Había una línea cuyo recuerdo todavía me conmueve: “A Miguel Hernández, que se murió sin que nosotros supiéramos que existía”.

Volví a ver a España en años mejores, y encontré amigos estupendos, y una sociedad fascinante. Mi hija mayor vivió en Barcelona varios años, después de nuestro 2001, y la amó. Yo también lo hice, y como tantos otros celebré y agradecí que Garzón se esforzara por perseguir a los genocidas que aquí estaban protegidos por las leyes de la impunidad. Y aunque parezca que en alguno de estos últimos años se ha muerto la esperanza de que a la vieja dictadura de la España Negra y Católica la reemplazara una España libre, justa, roja, y aunque ahora la reacción franquista se arroje sobre Garzón y lo castigue, me gustaría acompañar la idea que seguramente alienta a millones de  españoles, de que si el gallo negro es grande, el gallo rojo es valiente. Y que está vivo.