“Ya no existe el Paraguay, donde nací, como tú”, escribió
Carlos Guido y Spano en 1871, cuando el Brasil imperial, la Argentina de
Bartolomé Mitre y el gobierno que ellos habían impuesto en el Uruguay acababan
de consumar el crimen masivo que se conoce con el nombre de Guerra de la Triple Alianza.
El poeta, sin embargo, había nacido en Buenos Aires. Era
hijo de Tomás Guido, compañero de armas, amigo y confidente de José de San
Martín desde el inicio de la campaña libertadora. Seguramente el poeta había
escuchado que la élite porteña despreciaba en San Martín, que había nacido en
Yapeyú, y en cuyas venas tal vez corría sangre guaraní, a un “soldadote
paraguayo”, a un “indio misionero”.
Es probable que a esos recuerdos se haya unido el del
proyecto de unión americana que habían alentado su padre y San Martín, para que
Guido y Spano escribiera el dramático lamento por el pueblo paraguayo. Lo que
ha sucedido ahora, en 2012, no es comparable con los efectos de aquella
masacre. No obstante, está en el la misma línea.
Después del exterminio de 1865-1870, en el que fueron
muertos alrededor de 400.000 paraguayos, en efecto, el país ya no se recuperó.
Devastado, malbaratadas sus tierras entre los vencedores y sus poquísimos
aliados locales, que alojados en el poder no tendrían reparos en someter a los
restos de la población a sangre y fuego, el Paraguay empezó a convivir con una condición
que no se extingue: la de ser uno de los países más pobres y desiguales de la
América del Sur.
Siguieron dictaduras, represión, y otra guerra, la del Chaco , en la que paraguayos
y bolivianos se mataron recíprocamente en defensa de intereses ajenos. Y por
fin, la larga dictadura de Alfredo Stroessner, que moldeó al país de tal manera
que los intereses que defendía sobrevivieron a su caída.
Cuando en 2008 la candidatura del ex obispo católico
Fernando Lugo consiguió reunir detrás de sí la voluntad de los desarrapados del
país, en particular de las masas campesinas, y, en el marco de un contexto favorable en la
región, dar a luz al primer gobierno democrático en más de un siglo, el pueblo
paraguayo vivió la esperanza de un cambio excesivamente demorado.
Es probable que Lugo no tuviera uñas de guitarrero, y es
seguro que no pudo, o no supo, o no quiso generar una organización política que
convirtiera a su seguidores dispersos en una fuerza capaz de disputar el poder
real a sus viejos dueños. Como sea, en los gabinetes de los abogados de los
ricos, tal vez en las salas de reunión de alguna embajada, no estaban
dispuestos a correr riesgos. Había que terminar con el tímido experimento antes
de las nuevas elecciones. No fuera cosa que el viejo Paraguay aniquilado
volviera por sus fueros, para tratar de existir.
Me sigue impresionando la claridad de conceptos y capacidad de síntesis que a cada artículo les imprimís ¡Te admiro también por eso!
ResponderEliminarAbrazo grande
Tomás, si bien coincido 100 por ciento en lo que decís, en Veinte Cargas le critico el poder de síntesis al profesor Muschietti. ¡Mándese unos párrafos más! Atentamente: un seguidor.
ResponderEliminarLos milicos ya no hacen falta. Ahora se hacen estos "no-golpes" y listo.
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