sábado, 22 de agosto de 2009

Trelew, 22 de agosto

Cuando el cabo retirado de la Armada Carlos Marandino admitió ante un juez en febrero del año pasado que el 22 de agosto de 1972 ninguno de los diecinueve guerrilleros presos en la Base Almirante Zar, en Trelew, había intentado fugarse, ni había desarmado al capitán de corbeta Luis Sosa, ni había enfrentado a los tiros a los marinos, sino que simplemente se los había ametrallado a sangre fría, sucedió algo verdaderamente nuevo.

No se trataba ya de la autocrítica del jefe del Ejército o de la Marina por el empleo de procedimientos ilegales y por otras culpas colectivas, sino de un simple y contundente relato particular: unos hombres armados, con uniforme, que asesinaban a tiros a prisioneros indefensos.

No había nada sorprendente en el relato en sí. Marandino no había hecho más que decir lo que millones de argentinos sabían, conjeturaban, creían – perplejos ante una versión oficial auténticamente increíble - desde hacía treinta y cinco años. El joven suboficial de 1972 había retenido, guardado, callado, durante todo ese tiempo, su sencillo relato. Ningún juez le había preguntado nunca acerca de lo sucedido aquel día, y sus superiores lo habían mandado bien lejos, a los Estados Unidos, con la boca sellada.

Pero en la confesión de Marandino terminaba lo nuevo. Sosa, su superior de entonces, insistió ante el mismo juez en aquel “libreto que no está hecho para ser creído”, según la expresión de Rodolfo Walsh: en la base de Trelew no se fusiló a nadie, sino que se repelió la agresión de los prisioneros que intentaban fugarse con la única arma que uno de ellos le había arrebatado.

También se atuvo a la letra de la vieja fábula el octogenario capitán de navío retirado Horacio Mayorga, de quien dependía la Base en 1972, y del que se sospecha que pudo haber dado la orden de masacrar a los presos. Mayorga fue aun más lejos. Sin sombra de culpa, asumió como propias las palabras del discurso que sus subordinados escucharon en Trelew cuando todavía no se había apagado el eco de los disparos: "La Armada no asesina. No lo hizo, no lo hará nunca. Se hizo lo que se tenía que hacer. No hay que disculparse porque no hay culpa. La muerte está en el plan de Dios no para castigo sino para la reflexión de muchos”.

Los avances en la investigación, el juzgamiento y el castigo de los crímenes de la última dictadura han hecho suponer a muchos que toda una época está a punto de ser definitivamente sepultada. Sin embargo, da la impresión de que Sosa y Mayorga, prologuistas de la represión ilegal planificada, tanto como los autores de la desaparición del testigo de cargo Julio López, los panegiristas rurales de José Martínez de Hoz, o la agitadora videlista Cecilia Pando tienen razones para creer que la Argentina que alumbró el Terrorismo de Estado se sacude y boquea, pero no está muerta.

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