El descubrimiento del derecho a la tierra de “los hermanos aborígenes” por parte de sectores que se llaman progresistas, o de cristianos comprometidos con los pobres, o alguna otra cosa por el estilo, da la impresión de ser llanamente hipócrita.
Todos los propietarios, en este país, viven en tierras que fueron de los pueblos originarios, los antiguamente llamados indios. Sin embargo, a nadie se le ocurre reivindicar para los querandíes o sus descendientes, por ejemplo, las enormes extensiones de tierra acaparadas por los dueños de la provincia de Buenos Aires.
Todos los propietarios, en este país, viven en tierras que fueron de los pueblos originarios, los antiguamente llamados indios. Sin embargo, a nadie se le ocurre reivindicar para los querandíes o sus descendientes, por ejemplo, las enormes extensiones de tierra acaparadas por los dueños de la provincia de Buenos Aires.
En cambio, hay un continuo rasgarse las vestiduras en respaldo de los qom, o de los wichis, que están siendo injustamente desalojados de las tierras de sus mayores. Significativamente, son ellas marginales, muy alejadas de los grandes centros de consumo. En el sistema capitalista, se sabe, la tierra es una mercancía. Por eso, tal vez, solo las de menor cotización han permanecido en poder de las comunidades que las habitaban cinco siglos atrás.
La contemporánea sociedad de bienpensantes que aboga por los derechos de los mapuche o de los selk’nam haría bien en sostener también los de los descendientes mestizos de esa gente y de las demás etnias indígenas, que conforman el grueso de las masas populares de este país, pero que parecen haber perdido legitimidad porque sus tatarabuelas fueron violadas o sometidas por el derecho del vencedor, y parieron hijos de sangre mezclada.
Esos descendientes no son “hermanos aborígenes”, sino negros cabeza que han perdido, se diría, su condición de herederos de las tierras de este país. Y no parece que importe que sus derechos laborales sean tan pisoteados en cualquier plantación de soja, o fábrica de neumáticos o de chocolates, como lo son en cualquier parte los de los qom o de los inmigrantes paraguayos o bolivianos, también aborígenes o mestizos.
Para los pequeños burgueses y sus pequeñas conciencias, en fin, parece fácil hacer causa común con los derechos de un puñado de sobrevivientes que por la simple relación de fuerzas es muy difícil que puedan impulsar cambios de importancia para las mayorías. La simple negrada mestiza, la clase trabajadora, en cambio, sí puede hacerlo. En una hipótesis muy optimista, hasta podría alguna vez venir a reclamar la chacrita cuya propiedad garantiza la ley de los blancos. Y en la peor de las pesadillas, la casa del country.