miércoles, 22 de diciembre de 2010

Del Paraguay

Los primeros porteños fueron paraguayos. En efecto, casi todos los miembros de la expedición que salió de Asunción del Paraguay en 1580, al mando de Juan de Garay, para fundar por segunda vez una ciudad a orillas del Plata, eran criollos mestizos de madres guaraníes. Fueron ellos los que se afincaron como vecinos en Buenos Aires.

Algo más de doscientos años después, nació en las misiones guaraníticas que siempre habían estado subordinadas a Asunción del Paraguay un niño al que el destino le depararía la condición póstuma de héroe argentino: José de San Martín. Durante la vida pública de ese niño, que fue general de la independencia de América del Sur, sus adversarios políticos, que los tuvo, y feroces, se regodearon en recordar su origen: el cholo de las Misiones, lo llamaron, el indio guaraní, el soldadote paraguayo.

Para él mismo, ese origen significaba algo. Es conocido el dato de que cuando se le encomendó la organización de un cuerpo de caballería, que llegaría a ser el famoso regimiento de Granaderos a Caballo, pidió que se reclutaran en las Misiones, su tierra natal, trescientos de sus paisanos, que serían su primera tropa. Entre ellos estaban el mestizo Miguel Chepoyá, y un tal Juan Bautista Cabral, de madre africana esclava y de padre guaraní.

El tres de febrero de 1813, dos escuadrones de Granaderos a Caballo al mando de su teniente coronel, San Martín, batieron en San Lorenzo, en la actual Santa Fe, a orillas del Paraná, a una tropa realista que había desembarcado con el fin de saquear las inmediaciones. En el combate, como es fama, murió Cabral, que salvó la vida de su jefe.

Después de los tiros, del humo de las explosiones, de las cargas de caballería, de la sangre, el vencedor ofreció al vencido un canje de prisioneros. Entre los que devolvieron los realistas estaba un criollo mestizo de Asunción que se ganaba la vida comerciando con su bote por las costas del Paraná. Lo habían apresado por la madrugada, antes del desembarco. San Martín en persona le ofreció incorporarse al regimiento de Granaderos en carácter de soldado raso. Por alguna razón, el hombre aceptó. Se llamaba José Félix Bogado.

Trece años más tarde, ya terminadas las guerras de la independencia, los restos del regimiento regresaron a Buenos Aires después de hacer las campañas del Alto Perú, la de los Andes, la del sur de Chile, la de Lima, la de la Sierra, la de Ecuador, las de Junín y Ayacucho - al mando ya de Antonio de Sucre y de Simón Bolívar. Llegaron a Buenos Aires, ignorados por el gobierno de Bernardino Rivadavia, que ordenó la disolución del cuerpo, dejaron sus armas en el Retiro, frente al que había sido su primer cuartel, y se dispersaron.

Su jefe era el coronel José Félix Bogado, paraguayo, reclutado por San Martín como soldado raso trece años atrás. Sólo quedaban siete miembros del regimiento original que había salido de Buenos Aires para dar la vuelta al continente. Uno de ellos, el que tocó la última clarinada, como adiós a los caídos en la larga campaña, fue Miguel Chepoyá. También era guaraní.

domingo, 19 de diciembre de 2010

Inmigrantes

Había tantos inmigrantes en Buenos Aires, que tres de cada cuatro hombres adultos eran extranjeros. Tres de cada cuatro. Esos hombres estaban solos. No parece casual que en esa ciudad, la del primer centenario, hubiera más prostíbulos que escuelas. La inmensa mayoría de esos hombres la pasaba mal. Tan mal, que basta con repasar las noticias que publicaban los diarios de la época para ver que diariamente, en las veredas de los conventillos donde se hacinaban las familias de trabajadores de muchas partes del mundo, había mozos que se tomaban a golpes o a cuchilladas, desesperados o celosos, ebrios o rabiosos, decepcionados, sufrientes. Y cada día había intentos de suicidio o suicidios exitosos. El diario La Prensa llegó a agrupar esas noticias en una sección fija: Los cansados de la vida. Es más que probable que Mauricio Macri no sepa nada de todo esto.

Los que se consideraban con títulos legítimos de argentinidad despreciaban a los inmigrantes, los caricaturizaban, los odiaban, además de explotarlos minuciosamente cuando tenían oportunidad y capital suficiente. Esas gentes incultas y rústicas degradaban cada día la lengua que la aristocracia criolla había heredado de sus mayores, introducían en el país comidas y costumbres, rasgos, apellidos, músicas, ideologías, una cultura ajena, en fin, aunque no fuera una sino muchas. Por si hubiera sido poco, hacían que los antiguos pobladores, la gente decente, se sintiera insegura: había barrios que era mejor no frecuentar de noche. Así era, también, la vieja Argentina añorada por los conservadores.

En ese entonces, bolivianos, paraguayos, chilenos, no constituían un problema. Estaban lejos de Buenos Aires. No había nada que distinguiera a unos de los jujeños, ni a otros de los correntinos o de los cuyanos. Todos juntos habían construido con su sangre y su sudor la misma historia, y todos eran igualmente explotados. No importaba realmente demasiado de qué lado de la raya los hubiera dejado la demarcación de las fronteras. Ahora son extranjeros, inmigrantes, y están aquí. Los bisnietos de aquellos sufridos trabajadores que habían cruzado el océano en busca de otra vida los señalan como intrusos. Tal vez no sea ocioso recordar que más allá de las ideas de cada uno, hay un mandato constitucional que cumplir. Esta tierra está abierta a todos los hombres de buena voluntad que quieran habitarla. A pesar de Mauricio Macri.


viernes, 3 de diciembre de 2010

Al maestro

Me dieron un premio. Al maestro con cariño, un reconocimiento que la escuela de periodismo Tea y Deportea entrega año a año a varias personas. Me honró compartir la nómina nada menos que con una Madre de Plaza de Mayo. Nada menos que con Nora Cortiñas, además de con otros compañeros con muchos más méritos que yo. No pude ir a recibir la manzanita en que consiste materialmente el premio. Esa misma noche, la del 16 de noviembre, mi mujer, tuvo que ser operada de urgencia por una seria, casi fatal, infección en el abdomen.

Ella, felizmente, se sobrepuso. La pasé muy mal, aunque no tan mal como ella misma. Esa noche, mientras yo sufría en esperas interminables, mis hijos grandes, los de mi primer matrimonio, recibieron en mi nombre la manzanita. Según lo planeado, que yo ignoré hasta ese mismo momento, ellos y mis dos hijas más pequeñas iban a entregarme el premio en el escenario. Me lo perdí, y lo lamento, aunque no sea nada al lado de lo que estuve a punto de perder esa noche.

Había pensado bastante en qué iba a decir cuando me entregaran el premio, pero hasta pocas horas antes de la ceremonia no lo había resuelto. Curiosamente, mientras esperaba el desenlace de la intervención que sufría mi mujer, pude verme, escucharme, agradeciendo el premio, y con un argumento que ni siquiera había imaginado hasta entonces.

Sólo había recibido un premio antes, en toda mi vida. Era 1970. Yo estaba en primer año de Periodismo, y gané el segundo premio de un concurso de poesía. El que me entregó el premio – nada menos que una edición de bolsillo de las Obras Completas de Roberto Arlt - fue el presidente del Centro de Estudiantes de la Escuela. Era un gran tipo, según lo recuerdo de entonces. Tiempo después, en 1974, compartí con él la redacción del diario La Calle. Yo escribía en la sección Deportes y él en Gremiales, lo que no fue obstáculo para que me diera una mano inolvidable en un cierre que se me estaba volviendo difícil. Comprobé entonces que también era un excelente cronista y un gran compañero.

El presidente del centro de estudiantes, que me entregó aquel premio, se llamaba Eduardo Suárez. Le decíamos el Negro. Eduardo Suárez, el Negrito Suárez, es uno de los ciento y pico de periodistas detenidos desaparecidos durante la última dictadura cívico militar. Su recuerdo se me apareció a la puerta de un quirófano, mientras pensaba, con esperanza y con angustia, en mi mujer, en mis hijos, en mis amigos, en un premio, en toda mi vida. Eduardo Suárez, presente.