jueves, 29 de octubre de 2009

La piba estaba loquita (escena en el subte)

Es un grupo barullero, de dos chicas y tres muchachos, jóvenes, casi adolescentes, que hablan en voz alta y se ríen con descaro. Están vestidos con los jogging que han pasado a constituir el atuendo casi universal de los pobres. Da la impresión de que incomodan a los pasajeros más próximos. Antes de llegar a la estación Pasteur, se ponen todos de pie y se acercan a la puerta.

Una de las chicas, de pelo negro y brillante, encara de pronto a un hombre alto, de campera azul y roja, mira fijo a la cara de perfil, y grita, casi deletrea: “Vamo a fumá ba-se, pa-co”. El hombre se queda inmóvil y callado, con los ojos fijos en la ventanilla, detrás de la cual sólo hay un túnel oscuro. Una silenciosa tensión gana a todo el vagón. Otro de los miembros del grupo dice algo ininteligible, entre risas. La chica le responde “a la de tu mamá, puto, travesti”, siempre con la cara muy cerca del hombre alto. Muchos pasajeros observan de reojo. Nadie dice nada.

Cuando el tren ya está detenido en la estación, la chica hace un cuarto de giro y se baja con sus compañeros. Mientras camina por el andén, sigue repitiendo su letanía: “Vamo a fumá base, vamo a fumá paco”. Por la misma puerta sube un niño, de cara redonda y de pelo enrulado, de edad indefinible, que lleva en brazos a una nena de unos dos años. La chiquita toma pepsi cola del pico de una botella de plástico, mientras le chorrean los mocos.

El chico empieza a recitar su historia de mendigo que pide para alimentar a su hermanita, hasta que mira de frente al hombre alto, y lo interpela: “La piba estaba loquita, ¿no, señor?”. Sonríe con alegría, como si estuviera jugando. Cualquiera diría que ha visto la escena completa, y que sólo él se atreve a hablar de ella. El hombre parece sorprendido, pero no responde. Mete la mano en el bolsillo, ofrece una moneda. La nenita termina la pepsi y le pasa la botella vacía a su hermano. Él ya no sonríe.

lunes, 26 de octubre de 2009

Las veinte cargas de Juan Lavalle

El chico no tenía más de ocho o nueve años cuando leyó por primera vez ese libro que le había regalado su padre, quien a su vez lo había leído en su propia infancia. Era una vieja edición de los Episodios Nacionales, encuadernada en pasta. Su autor narraba, en clave heroica, sucesos de las guerras de la independencia.

Allí estaba un joven Juan Lavalle, al mando de una fuerza de trescientos granaderos, la única del ejército patriota que había logrado salir montada y entera de la derrota de Torata, en la sierra peruana, en 1822. Los demás soldados, vencidos y en fuga, indefensos y aterrados, trataban de atravesar a pie los arenales que los separaban del puerto de Ico, donde los esperaban los navíos que podían llevarlos a salvo hasta Lima.

La vanguardia del ejército español los perseguía. No parecía haber para ellos más que una muerte inminente. Lavalle, que habría podido ponerse a salvo fácilmente, eligió formar con su tropa a la retaguardia de los dispersos para proteger su retirada. Cuando los perseguidores estuvieron sobre sus espaldas, mandó volver caras, cargó contra ellos sable en mano, y los rechazó. Los realistas se rehicieron y volvieron al ataque. A lo largo de tres horas, la escena se repitió veinte veces, y veinte veces Lavalle y sus granaderos cargaron y rechazaron a sus enemigos, hasta que la persecución cesó. Los fugitivos, en tanto, consiguieron embarcarse y salvar sus vidas.

No hay en la evocación ninguna interpretación histórica acerca de la actuación posterior de Juan Lavalle, ni mucho menos una reivindicación del ejército criminal que absurdamente se ha pretendido heredero de aquel antiguo heroísmo. Hay solamente el recuerdo de un padre que tenía un caballo cuyo nombre era Veinte cargas en tres horas, la imaginación de un chico, que volaba por vez primera detrás de ideas deslumbrantes como la de pelear por una causa y la de jugarse por los compañeros en desgracia, y un libro querido que inauguraba una larga pasión por la historia, todavía viva.