No solo la invasión europea empezó un 12 de octubre. Ese
mismo día, pero en 1812, trescientos veinte años después de que Cristóbal Colón
y los suyos desembarcaran con las buenas nuevas del cristianismo y de la
explotación sin límites en la isla del Caribe que llamaron La Española, murió
en la remota Buenos Aires
Juan José Castelli.
En el medio hubo tres siglos de dominación de la corona imperial,
pero sobre todo hubo los dos años fulgurantes en los que Castelli entró en la
historia como un relámpago, los dos primeros años de la Revolución de Mayo. Él
había nacido en 1764, en esa pequeña aldea a las orillas del Plata que se
preparaba para torcer la
historia. Era poco más que un niño cuando los padres
eligieron por él que fuera cura, y lo mandaron a estudiar a Córdoba primero y
después a Charcas, en el Alto Perú.
En el Colegio de Monserrat tuvo compañeros con los que
compartiría, en la misma vereda o enfrentados, los avatares de la Revolución. También
tuvo un cura Rector que vio, tal vez, lo que había que adivinar en él. En 1784,
ese cura escribió, sobre Castelli, que tenía “un ingenio delicado, capaz de
cualquier cosa”. Y también escribió un ruego que encubría, tal vez, una
profecía: “Dios le guarde el corazón, que es docilísimo, y acaso fácil de
pervertirse si tiene malos compañeros”.
Debe haber tenido, Castelli, malos compañeros, o quizás no
le hicieron falta. Largó los estudios teológicos, se hizo revolucionario radical,
jacobino, anticlerical, estuvo a la cabeza del derrocamiento del Virrey
Cisneros en 1810 junto a su primo y amigo Manuel Belgrano, se hizo cargo en
persona de sofocar la contrarrevolución de Santiago de Liniers en Córdoba, y
dirigió la ejecución del héroe de la Reconquista. Después ,
la Junta lo hizo jefe político del ejército que fue al Alto Perú, que venció en
Suipacha y que cayó en Huaqui.
Antes de la derrota, Castelli tuvo tiempo para proclamar el
fin de la servidumbre indígena y la igualdad de todos los americanos en las
ruinas de Tiahuanaco, delante de una multitud de collas y de aymaras. No se lo
perdonaron, los aristócratas españoles, ni los criollos. La iglesia no le
perdonó su ateísmo, ni que persiguiera a los obispos contrarrevolucionarios sin
reparar en jerarquías.
Los conservadores que se habían hecho del poder en Buenos
Aires, y que parecían haber puesto fin a la revolución, lo acusaron de todo:
libertino, impío, hereje, borracho, traidor. Mientras se defendía en el juicio
que le siguieron, se enfermó de cáncer. Le amputaron la lengua. El mejor orador
de la Revolución tuvo que defenderse por escrito. El juicio no terminó, porque
él murió antes, a los 48 años. Unas quince personas fueron a su entierro. Unas
horas antes, en plena agonía, derrotado y sin esperanza alguna, había pedido
papel y lápiz, y había escrito sus últimas palabras: “Si ves al futuro, dile
que no venga”.