Francisco, nacido Jorge Bergoglio, rey absoluto de la
iglesia católica, ha dicho recientemente que no es marxista pero que no lo
ofende que lo llamen así. Habría que decir que quienes han incurrido en
semejante barbaridad son miembros de grupos fundamentalistas de los Estados
Unidos que creen que la especie humana lleva 6.000 años sobre la Tierra, y que
los fósiles de uno o más millones de años han sido colocados allí por el propio
dios para poner a prueba la fe de los creyentes.
Muchos de ellos creen, como su ídolo George W. Bush, que en
algún momento de sus vidas han visto realmente a dios, el falsificador de
fósiles, por lo general en su rol de Jesucristo. Con esa apariencia,
precisamente, el ser supremo encargó a Bush que masacrara a los iraquíes, una misión que el presidente cumplió con rigor evangélico. Después, Bush contaba la charla
con el crucificado, y su público la creía.
Más allá de quiénes han sido los ideólogos de la
caracterización de marxista para el insospechable Bergoglio, él finge tomarla en
serio. Y no se ofende. Quién sabe si se le ocurre que tal vez tengamos derecho
a hacerlo los marxistas que vivimos en este mundo, ya sea en estado de
optimismo, de derrota, de moderada confianza, de melancolía, o de rabiosa resistencia.
Los que estamos convencidos de que dios es una fábula, y todas las religiones,
nada más que supercherías funcionales a la explotación de clase. “La religión
es el opio de los pueblos”, escribió Carlos Marx. El jefe de la más poderosa de
las religiones no debería tener el privilegio de ser confundido con un
marxista.