Motochorro es el nombre
vulgar de su especie. Al motochorro
de La Boca, que asaltó a un turista canadiense, lo exhiben por la tele. Es como
un animal enjaulado que se les muestra a los paseantes en el zoo. Pero el tipo se prende, y hace su parte.
Recita, en clave individual y oportunista, los motivos que intentan explicar
las relaciones colectivas, sociales, tendenciales, entre la desigualdad y el
delito. Logran, entre Mauro Viale y él, que todo suene falso. Lo lograron.
Punto para Viale, y para los mata-delincuentes, para los meta-bala, para los
mano dura. Con los milicos estábamos mejor.
Al día siguiente, los lectores-comentaristas del diario La Nación no podrían ser más
claros, ni más repugnantes. Uno dice que al pardito ese habría que meterle un
tiro entre las cejas. Otro lamenta la vergüenza de que el video del asalto circule entre
los blancos de todo el mundo, y maldice a Cristina K, que por supuesto es la
culpable de que ese negro siga con vida después de su afrenta a la civilización. Uno
más, que habría que desenterrar a los muertos queridos del delincuente (no lo
expresa con palabras tan amables), y volverlos a matar delante de él, para
después, por fin, matarlo a él.
A la noche, en una radio, una locutora de linda voz que
conduce un programa en el que pasan tangos, parece haber entendido que lo de Viale fue
una apología del delincuente. Se queja, entonces, de que ahora lo único que
falta es que el motochorro se convierta en un mediático, y termine bailando en
el programa de Tinelli. Un tal Lucas, columnista de deportes en el programa, la
tranquiliza, sin ironía ninguna: “No, eso no va a suceder, Tinelli es una buena
persona”.