jueves, 31 de diciembre de 2009

Cromagnon y Gomorra

Coimera y superficial. Así dijo el arzobispo de Buenos Aires, Jorge Bergoglio, que es esta ciudad, porque según él no lloró lo suficiente la tragedia de Cromagnon. También dijo, con inusual frivolidad, que Buenos Aires es casquivana y compadrita.

Todo eso fue durante una misa, en la que por supuesto no se privó de darles de comer a sus fieles el cuerpo del “improbable Jesús”, según las palabras del artista plástico y pensador León Ferrari, y de beber su mismísima sangre. La antropofagia ritual no pareció a los presentes más impresionante que el humo de las bengalas que desató la tragedia el 30 de diciembre de 2004.

Bergoglio, probablemente, actuaba bajo la impresión de la condena que sus libros sagrados descerrajaron sobre las antiguas Sodoma y Gomorra. En este sermón, Buenos Aires se parece a una versión posmoderna de esas ciudades en las que imperaban las perversiones sexuales. No por nada el arzobispo empeñó toda su influencia para evitar el casamiento de una pareja de homosexuales en la Reina del Plata.

Algunos dicen que Bergoglio puede ser el próximo Papa, cuando el nazi Ratzinger ya esté instalado a la derecha de Dios Padre. Si eso es así, muchos creyentes tendrán que tragar sapos. Los librepensadores, por su parte, no podrán jactarse de sus aciertos ante nadie.

sábado, 5 de diciembre de 2009

Mi viejo (un recuerdo)


El 17 del mes pasado, mi viejo habría cumplido 86 años si no hubiera muerto a los 64. Murió de repente, mientras jugaba al paddle en plenas vacaciones. Era un hombre de inteligencia notable, un gran lector, pero tenía un núcleo extremadamente ingenuo que lo hizo sentirse orgulloso de su condición de militar durante buena parte de su vida.

Buena parte, porque en 1976 el orgullo se le estrelló impiadosamente contra la realidad. Ya venía muy golpeado desde hacía por lo menos diez años, cuando había pedido su retiro con el grado de coronel. Siempre había sido muy querido por sus subordinados, y un problema para sus superiores. Tal vez esa haya sido la mejor de sus enseñanzas.

Cuando yo tenía once años, lo destinaron a hacer el curso de Estado Mayor en la Escuela de Guerra de Italia. Entonces se viajaba en barco, y eran 18 los días que separaban a Buenos Aires de Génova. Poco antes de la partida, me llevó una noche al centro de Buenos Aires, que yo apenas había entrevisto alguna vez.

Caminando por la Avenida de Mayo hacia la plaza, me dijo, lo recuerdo como si fuera hoy, que en Europa iba a ver ciudades muy hermosas, y que tenía que mirar bien a Buenos Aires, y tratar de recordarla. Acabábamos de salir de una enorme librería, donde yo había podido elegir los libros que quería leer en la travesía, sin límites. Excitado por la increíble oportunidad, elegí seis o siete, sobre todo de Verne y de Salgari. Él me miraba en silencio, hasta que me mostró un ejemplar del Robinson Crusoe y me preguntó: “¿Ya lo leíste?”. Negué con la cabeza. Se encogió de hombros y sonrió: “Entonces, ¿qué has hecho en tu vida?”. Y lo agregó a la pila.

Leí muchas veces el Robinson, desde entonces. En alguna ocasión me he preguntado qué había hecho antes de leerlo por primera vez. También suelo pensar en Buenos Aires como la ciudad más bella del mundo. Unos cuantos años después de esa noche, él se separó de mi vieja. Por un tiempo, casi me convencieron de que era un mal tipo que me había abandonado. Por suerte zafé de la trampa, y lo recuperé. Durante más de veinte años, disfruté de él. Todavía, de vez en vez, lo extraño.