jueves, 31 de diciembre de 2009

Cromagnon y Gomorra

Coimera y superficial. Así dijo el arzobispo de Buenos Aires, Jorge Bergoglio, que es esta ciudad, porque según él no lloró lo suficiente la tragedia de Cromagnon. También dijo, con inusual frivolidad, que Buenos Aires es casquivana y compadrita.

Todo eso fue durante una misa, en la que por supuesto no se privó de darles de comer a sus fieles el cuerpo del “improbable Jesús”, según las palabras del artista plástico y pensador León Ferrari, y de beber su mismísima sangre. La antropofagia ritual no pareció a los presentes más impresionante que el humo de las bengalas que desató la tragedia el 30 de diciembre de 2004.

Bergoglio, probablemente, actuaba bajo la impresión de la condena que sus libros sagrados descerrajaron sobre las antiguas Sodoma y Gomorra. En este sermón, Buenos Aires se parece a una versión posmoderna de esas ciudades en las que imperaban las perversiones sexuales. No por nada el arzobispo empeñó toda su influencia para evitar el casamiento de una pareja de homosexuales en la Reina del Plata.

Algunos dicen que Bergoglio puede ser el próximo Papa, cuando el nazi Ratzinger ya esté instalado a la derecha de Dios Padre. Si eso es así, muchos creyentes tendrán que tragar sapos. Los librepensadores, por su parte, no podrán jactarse de sus aciertos ante nadie.

sábado, 5 de diciembre de 2009

Mi viejo (un recuerdo)


El 17 del mes pasado, mi viejo habría cumplido 86 años si no hubiera muerto a los 64. Murió de repente, mientras jugaba al paddle en plenas vacaciones. Era un hombre de inteligencia notable, un gran lector, pero tenía un núcleo extremadamente ingenuo que lo hizo sentirse orgulloso de su condición de militar durante buena parte de su vida.

Buena parte, porque en 1976 el orgullo se le estrelló impiadosamente contra la realidad. Ya venía muy golpeado desde hacía por lo menos diez años, cuando había pedido su retiro con el grado de coronel. Siempre había sido muy querido por sus subordinados, y un problema para sus superiores. Tal vez esa haya sido la mejor de sus enseñanzas.

Cuando yo tenía once años, lo destinaron a hacer el curso de Estado Mayor en la Escuela de Guerra de Italia. Entonces se viajaba en barco, y eran 18 los días que separaban a Buenos Aires de Génova. Poco antes de la partida, me llevó una noche al centro de Buenos Aires, que yo apenas había entrevisto alguna vez.

Caminando por la Avenida de Mayo hacia la plaza, me dijo, lo recuerdo como si fuera hoy, que en Europa iba a ver ciudades muy hermosas, y que tenía que mirar bien a Buenos Aires, y tratar de recordarla. Acabábamos de salir de una enorme librería, donde yo había podido elegir los libros que quería leer en la travesía, sin límites. Excitado por la increíble oportunidad, elegí seis o siete, sobre todo de Verne y de Salgari. Él me miraba en silencio, hasta que me mostró un ejemplar del Robinson Crusoe y me preguntó: “¿Ya lo leíste?”. Negué con la cabeza. Se encogió de hombros y sonrió: “Entonces, ¿qué has hecho en tu vida?”. Y lo agregó a la pila.

Leí muchas veces el Robinson, desde entonces. En alguna ocasión me he preguntado qué había hecho antes de leerlo por primera vez. También suelo pensar en Buenos Aires como la ciudad más bella del mundo. Unos cuantos años después de esa noche, él se separó de mi vieja. Por un tiempo, casi me convencieron de que era un mal tipo que me había abandonado. Por suerte zafé de la trampa, y lo recuperé. Durante más de veinte años, disfruté de él. Todavía, de vez en vez, lo extraño.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Ilusionista (escena en el subte)

Pone su valija en el piso, y empieza a hablarles a los pasajeros. La valija es de metal. Según él, está llena de ilusiones. Él es muy moreno, delgado y fibroso. Habla con un acento difícil de identificar, aunque es claramente de otro país sudamericano. Se expresa con precisión. Por si eso fuera poco, convierte una pelotita de goma en un largo bastón metálico ante los ojos de todos los que lo miran.

Después pregunta si alguien se haría ilusiones con respecto al pedazo de papel blanco que agita delante de su propia cara. Una chica, parada junto a la puerta, le dice, o él dice que le dice, que sí, que ella se hace ilusiones. Entonces él le prende fuego al papelito, que se transforma, otra vez delante de los ojos de todos, que ya son algunos más, en una flor de papel. Se la regala a la chica.

Como suele suceder, sólo algunos de los pasajeros del subte, que huyen del centro alrededor de las siete de la tarde, lo miran francamente. La mayoría sigue con su lectura, o con la música conectada a los oídos, o con lo que sea. Pero miran de reojo al audaz extranjero que los interpela. Él inicia un discurso acerca de la forma del planeta según las creencias del pasado remoto y del menos remoto, y aprovecha para que en su mano derecha un cubo se cambie por una esfera y después por un óvalo, sin aparente intervención humana.

A esa altura, ya son unos cuantos los que observan sin disimulo. El muchacho, entonces, se lanza a un discurso más comprometido, y mientras saca pañuelos sueltos de una bolsa vacía, exhorta al público a que se mire a los ojos porque nada puede hacerse de a uno, dice, y en cambio todo puede hacerse si se entrelazan las voluntades. Para el asombro general, los pañuelos empiezan a salir anudados.

El ilusionista ha dado en algún clavo, porque ahora son muchos los que miran de frente, se escuchan aplausos espontáneos, y hasta se advierten sonrisas sin disimulo. El muchacho, después, pasa el sombrero, y no son pocas las manos que se hunden en los bolsillos para volver a salir con una moneda, y aun con algún billete de dos pesos. Hay un talento que anda suelto en el subte.


miércoles, 4 de noviembre de 2009

Cruces en las aulas de Italia

A principios de los noventa, el autor de este blog y su amigo el historiador Rodolfo González Lebrero presentaron un recurso ante la Defensoría del Pueblo de la Ciudad, con el apoyo del entonces diputado socialista Alfredo Bravo, de feliz memoria. Se trataba de evitar que a los alumnos de las escuelas municipales de la ciudad se les exigiera la presentación de un trabajo acerca de la vida de San Ignacio de Loyola. Los hijos de ambos, libres de toda religión, no tenían por qué participar del panegírico inducido a un héroe del oscurantismo y de la intolerancia católicos. Aun en esa Argentina, la de Carlos Menem, la petición tuvo éxito.

Ahora, la Corte Europea de Derechos Humanos acaba de decidir que las escuelas italianas tienen que prescindir de los crucifijos que campean en todas sus aulas. El argumento, claro como el agua, consiste en que la percepción diaria del ícono en el lugar al que concurren para recibir educación puede perturbar a los niños que no son cristianos. Si bien es justo recordar que Italia ha dado innumerables mentes lúcidas que han combatido en el campo de las ideas contra la uniformidad religiosa – el reclamo ante la unión Europea fue presentado por una ciudadana italiana -, parece lícito tener presente, además, que en ese país es cada vez mayor el número de inmigrantes que profesan otros credos, cuyos derechos se vulneran con la omnipresencia en las instituciones públicas de los ídolos de la Iglesia Católica.

El gobierno italiano de Silvio Berlusconi ha reaccionado con indignación. Para su ministro de Cultura, se trata de “un fallo aborrecible”. Otros miembros del gobierno han calificado a la decisión de “vergonzosa” y de “pagana”. El vocero del Santo Padre que vive en Roma, por su parte, se ha declarado “triste y desconcertado”. Es una pena. Por si no bastara, una dirigente del opositor Partido Democrático se ha permitido asegurar: “En Italia, el crucifijo es una especie de signo de nuestra tradición".

Si eso es así, si la sociedad italiana, heredera de un pasado en muchos aspectos luminoso, resulta incapaz de respaldar una decisión que la acercaría al respeto por la libertad de pensamiento, y cierra filas con los continuadores de la Sagrada Inquisición, el liderazgo de Berlusconi dejará, por fin, de parecer un malentendido.

jueves, 29 de octubre de 2009

La piba estaba loquita (escena en el subte)

Es un grupo barullero, de dos chicas y tres muchachos, jóvenes, casi adolescentes, que hablan en voz alta y se ríen con descaro. Están vestidos con los jogging que han pasado a constituir el atuendo casi universal de los pobres. Da la impresión de que incomodan a los pasajeros más próximos. Antes de llegar a la estación Pasteur, se ponen todos de pie y se acercan a la puerta.

Una de las chicas, de pelo negro y brillante, encara de pronto a un hombre alto, de campera azul y roja, mira fijo a la cara de perfil, y grita, casi deletrea: “Vamo a fumá ba-se, pa-co”. El hombre se queda inmóvil y callado, con los ojos fijos en la ventanilla, detrás de la cual sólo hay un túnel oscuro. Una silenciosa tensión gana a todo el vagón. Otro de los miembros del grupo dice algo ininteligible, entre risas. La chica le responde “a la de tu mamá, puto, travesti”, siempre con la cara muy cerca del hombre alto. Muchos pasajeros observan de reojo. Nadie dice nada.

Cuando el tren ya está detenido en la estación, la chica hace un cuarto de giro y se baja con sus compañeros. Mientras camina por el andén, sigue repitiendo su letanía: “Vamo a fumá base, vamo a fumá paco”. Por la misma puerta sube un niño, de cara redonda y de pelo enrulado, de edad indefinible, que lleva en brazos a una nena de unos dos años. La chiquita toma pepsi cola del pico de una botella de plástico, mientras le chorrean los mocos.

El chico empieza a recitar su historia de mendigo que pide para alimentar a su hermanita, hasta que mira de frente al hombre alto, y lo interpela: “La piba estaba loquita, ¿no, señor?”. Sonríe con alegría, como si estuviera jugando. Cualquiera diría que ha visto la escena completa, y que sólo él se atreve a hablar de ella. El hombre parece sorprendido, pero no responde. Mete la mano en el bolsillo, ofrece una moneda. La nenita termina la pepsi y le pasa la botella vacía a su hermano. Él ya no sonríe.

lunes, 26 de octubre de 2009

Las veinte cargas de Juan Lavalle

El chico no tenía más de ocho o nueve años cuando leyó por primera vez ese libro que le había regalado su padre, quien a su vez lo había leído en su propia infancia. Era una vieja edición de los Episodios Nacionales, encuadernada en pasta. Su autor narraba, en clave heroica, sucesos de las guerras de la independencia.

Allí estaba un joven Juan Lavalle, al mando de una fuerza de trescientos granaderos, la única del ejército patriota que había logrado salir montada y entera de la derrota de Torata, en la sierra peruana, en 1822. Los demás soldados, vencidos y en fuga, indefensos y aterrados, trataban de atravesar a pie los arenales que los separaban del puerto de Ico, donde los esperaban los navíos que podían llevarlos a salvo hasta Lima.

La vanguardia del ejército español los perseguía. No parecía haber para ellos más que una muerte inminente. Lavalle, que habría podido ponerse a salvo fácilmente, eligió formar con su tropa a la retaguardia de los dispersos para proteger su retirada. Cuando los perseguidores estuvieron sobre sus espaldas, mandó volver caras, cargó contra ellos sable en mano, y los rechazó. Los realistas se rehicieron y volvieron al ataque. A lo largo de tres horas, la escena se repitió veinte veces, y veinte veces Lavalle y sus granaderos cargaron y rechazaron a sus enemigos, hasta que la persecución cesó. Los fugitivos, en tanto, consiguieron embarcarse y salvar sus vidas.

No hay en la evocación ninguna interpretación histórica acerca de la actuación posterior de Juan Lavalle, ni mucho menos una reivindicación del ejército criminal que absurdamente se ha pretendido heredero de aquel antiguo heroísmo. Hay solamente el recuerdo de un padre que tenía un caballo cuyo nombre era Veinte cargas en tres horas, la imaginación de un chico, que volaba por vez primera detrás de ideas deslumbrantes como la de pelear por una causa y la de jugarse por los compañeros en desgracia, y un libro querido que inauguraba una larga pasión por la historia, todavía viva.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Macri y el gobierno "más fascista"

El mercader y pensador argentino Mauricio Macri ha declarado que el gobierno nacional es “el más fascista que hemos tenido en años”. ¿Cuáles serán, para Macri, los otros gobiernos fascistas, aunque menos, que hemos tenido? ¿Cuántos serán los años a los que alude en su sentencia? ¿Habrá formado su concepto de fascismo en el Colegio Cardenal Newman y en la Pontificia Universidad Católica Argentina, establecimientos educativos de conocida ideología libertaria en los que cursó sus estudios, por llamarlos de alguna manera? ¿Lo habrá instruido en la materia su amigo el comisario Jorge el Fino Palacios? Y si considera que el gobierno es fascista, ¿por qué está en la oposición?

Cuarteto de cuerdas

En Adiós, muñeca, el detective Philip Marlowe conversa con Randall, un compañero ocasional. Hablan de una muchacha que se ha empeñado en ayudar a Marlowe. “Usted le gusta”, intercede Randall. El detective le dice que ella es una buena chica, que no es su tipo. El otro, entonces, le pregunta si no le gustan las chicas buenas. Marlowe responde: “Me gustan las chicas que son duras, las que brillan, y que están cargadas de pecados”.

Raymond Chandler, autor de la novela y creador del personaje, nació en Chicago en 1888, fue al colegio en Inglaterra y vivió buena parte de su vida en California. Era un hombre brillante, que tuvo la dura vida de un alcohólico, y que se casó con una mujer pecadora, casi veinte años mayor que él. Como fuera, se las arregló para convertirse, antes de la mitad del siglo pasado, en uno de los padres del policial negro.

Detestaba a los críticos literarios tanto como respetaba a los buenos escritores. En 1950, a raíz de la publicación de un mal libro sobre Scott Fitzgerald, le escribió a un amigo que nadie tenía derecho a hacer desastres con el autor de El gran Gatsby, también alcohólico, que había estado “a sólo un paso de ser un gran escritor”. Él tenía, según Chandler, un genuino encanto. “No es cuestión de escribir bonito o límpido”, precisaba: “Es una clase de magia discreta, controlada y exquisita, la clase de cosa que producen los cuartetos de cuerdas”.

Chandler murió hace medio siglo y algunos meses. Para los lectores de sus novelas, sin embargo, Philip Marlowe sigue sentado a la mesa de un bar de Los Angeles, frente a dos copas. Una es para él. La otra, para un amigo que ya no vendrá, y a quien le dispensa un mudo y largo adiós. En la barra, tal vez, brilla una chica dura, cargada de pecados. Si se aguza el oído, también allí se puede escuchar una música como de cuarteto de cuerdas, por encima de los ruidos de la calle.

martes, 8 de septiembre de 2009

Bergoglio, arzobispo de una ciudad muy linda


"En esta ciudad tan linda que tenemos, hay esclavos", denunció, profético, sorprendido, el cardenal de la iglesia católica y arzobispo de Buenos Aires, Jorge Bergoglio, en el sermón de una misa que celebró al aire libre el viernes 4, en la Plaza Constitución.

Tiene razón, Bergoglio, y hay muchas otras cosas horribles en esta ciudad tan linda. Hay curas que abusan sexualmente de los niños, por ejemplo, y hasta los violan. Y usted debe saberlo, y tal vez en algunos casos sepa dónde actúan, y cómo se llaman. Pero no los denuncia. También tiene razón en que “hay trata de personas”, y no sólo de mujeres sometidas a la prostitución. También la hay de bebés. En esta ciudad tan linda hay matrimonios que viajan a Misiones y vuelven de allí con niños recién nacidos a los que no han adoptado según la ley. Los han comprado, y los inscriben como si fueran sus hijos, y en muchos casos los curas de las parroquias que dependen de usted los bautizan sin preguntar nada.

"En esta ciudad en que vivimos nos quieren debilitar, nos quieren robar la fuerza y la dignidad", dijo también. Pero ¿quiénes son los que quieren hacer esas cosas, Bergoglio?, ¿quiénes son los malos de la película de su homilía? Al que gobierna esta ciudad tan linda, usted lo conoce bien. Se llama Mauricio Macri, y es amigo de su amiga Gabriela Michetti, de quien usted es, ¿cómo lo llaman?, asesor espiritual. Y usted conoce muy bien a los dueños del poder y del dinero, en la ciudad y en el país. Muchos de ellos son feligreses suyos, colaboran con su iglesia, y habrán estado más de una vez con usted, hablando de cosas de dios y de los hombres. Y si no son ellos, ¿quiénes son, Bergoglio?, ¿y para qué quieren debilitarnos?

Según usted, "Buenos Aires se olvidó de llorar, que reconcilia”. Pero esta ciudad tan linda ha llorado mucho, muchas veces. Hubo una época en la que funcionaban en Buenos Aires una cantidad de centros clandestinos de detención. En uno de ellos, que está en una avenida muy linda, a la altura de Núñez, estuvieron secuestrados en 1976 dos sacerdotes subordinados suyos, de los que alguien les dijo a los dictadores que eran guerrilleros. Ellos sobrevivieron, y han dicho que el que los había acusado era usted. Hasta hubo investigadores que lo pusieron por escrito, y citaron testimonios y pruebas. En esa época se lloraba mucho en esta ciudad tan linda, y nadie se reconcilió. ¿Es ese antiguo llanto el que se ha olvidado, y que usted ahora reclama?

Anímese, y diga las cosas con todas las letras, Bergoglio. No permita que las ovejas de su rebaño pongan nombres equivocados en los casilleros de los culpables. A menos que eso sea lo que quiere. A menos que lo que usted quiera sea que su pueblo culpe a los adversarios políticos de sus amigos. Sería otra cosa demasiado fea para una ciudad tan linda.

martes, 1 de septiembre de 2009

Pesares en primavera


Es agosto de 1815. José María Paz tiene 23 años. Sirve con el grado de mayor en el Ejército del Norte. Acaba de perder la movilidad de su brazo derecho a causa de una herida de bala en el codo durante el combate de Venta y Media, por lo que durante el resto de su vida política y militar será conocido como el Manco Paz. También acaba de sufrir la muerte de su amigo Diego Balcarce, uno de los pocos compañeros de armas a quienes dispensaba su aprecio y su admiración.

Es un hombre inteligente y racional, un lector insaciable. Es severo, reservado, austero. A lo largo de su vida estará once años preso de Estanislao López y de Juan Manuel de Rosas, se casará en la cárcel con su adorada Margarita Weild, la perderá a ella y a dos de sus hijos, que morirán prematuramente, adquirirá fama de jefe cerebral, estudioso, imbatible, sobrevivirá en el destierro trabajando como zapatero y vendiendo las empanadas que cocinará con su mujer, será un analista implacable de la vida política en el Río de la Plata.

Cerca del ocaso, escribirá sus Memorias. Sin proponérselo, alumbrará algunas de las mejores páginas de la literatura argentina del siglo XIX. Será entonces cuando recuerde este momento de su juventud. Escribirá: “Además de los males físicos que me aquejaban, la muerte de Balcarce, acaecida en agosto, había hecho una profunda herida en mi corazón. En el agosto anterior había perdido otro amigo, el capitán Tejerina; de modo que este mes vino a ser para mí un mes fatídico; después, cuando otros sucesos azarosos de mi vida han pesado de un modo terrible sobre mi existencia, tuve motivos de confirmar que en las primaveras, sea por casualidad, sea por un conjunto de circunstancias, se agravan mis pesares y mis males”.

sábado, 29 de agosto de 2009

San Escrivá en Buenos Aires

En marzo de 1939, las tropas del caudillo nacionalista y católico Francisco Franco entraban victoriosas en Madrid, después de aplastar a sangre y fuego, con el auxilio de Adolfo Hitler y Benito Mussolini, la resistencia de la España republicana y laica, que se había sostenido a lo largo de tres años. En uno de los camiones militares, desde los que se prodigaba el saludo fascista del brazo derecho levantado y rígido, entraba también el cura José María Escrivá de Balaguer, fundador de una secta a la que había llamado Opus Dei.

Durante los 36 años de dictadura franquista, el Opus, o La Obra, como la llaman sus acólitos, le proporcionó al Generalísimo ministros y consejeros. Y creció, y se hizo cargo de buena parte de la educación de los niños y jóvenes españoles, cuyos maestros estaban muertos, presos o desterrados. En 1958, Escrivá se congratulaba con Franco: “No he podido por menos de alegrarme, como sacerdote y como español, de que la voz autorizada del Jefe del Estado proclame que la Nación española considera como timbre de honor el acatamiento a la Ley de Dios, según la doctrina de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, única y verdadera y Fe, inseparable de la conciencia nacional".

El Caudillo no mezquinó las retribuciones. Diez años más tarde le concedió al jefe de La Obra, a su pedido, el título de Marqués de Peralta. Extraña ambición para quien decía amar la mortificación: "Bendito sea el dolor”, escribía, “amado sea el dolor, santificado sea el dolor, glorificado sea el dolor".







El Opus creció, y se difundió por el mundo. Hizo pie también en América Latina, donde tuvo entre sus benefactores a Augusto Pinochet, a quien Escrivá visitó en 1974. Allí, dos periodistas le dijeron que la dictadura anegaba en sangre a Chile, y oyeron una respuesta terminante: “Yo os digo que aquella sangre es necesaria”.

Murió, como Franco, en 1975. La Iglesia no tardó en recompensarlo por los servicios prestados. Un papa de su mismo palo ideológico, Carol Wojtila, alias Juan Pablo II, lo beatificó en 1982 y lo hizo santo en 2002. Seguramente algunas de sus ideas más luminosas lo ayudaron a trepar hasta la santidad: que había que “obedecer ciegamente al superior”, que las mujeres “deberían ser como alfombras donde la gente pueda pisar”.

Así que hoy San Escrivá está sentado a la derecha de dios padre, desde donde participa en calidad de intercesor de un intenso tráfico de ruegos, perdones, gracias y milagros. Aquí en la Tierra, su secta sigue trabajando. Tiene más de 80.000 miembros en todo el mundo, que se ocupan de menesteres vinculados con el poder económico y el político, pero también de fogonear el culto a su santo fundador. Así, el Opus Dei produce y financia la película sobre su vida que dirige el británico Roland Joffé. Ellos no dudan de que va a ser un éxito. Como decía San Escrivá, “La Obra siempre triunfa y sale airosa porque Dios así lo quiere”. La película, dicho sea de paso, se está rodando en Buenos Aires. Por algo será.

domingo, 23 de agosto de 2009

Una ciudad de Alemania (escena en el subte)

El chico es morocho, bajito. Ha subido en la estación Bulnes, y en seguida se ha puesto a tocar concienzudamente el acordeón. Algún pasajero lo acompaña distraído, canturreando: “Los caminos de la vida no son lo que yo esperaba”. Cuando termina la pieza se presenta, se come las eses, larga de un tirón: tiene 16 años, el padre se ha muerto hace dos, la madre está sin trabajo, él quiere comprar leche para sus hermanitos, que son cuatro. En seguida se pone a recorrer el coche para recoger la retribución por el número musical.

En una punta del vagón, un muchacho alto, de unos treinta años, interrumpe su conversación en alemán con la joven rubia que lo acompaña para darle una moneda al acordeonista. El chico lo sorprende, sorprende, en voz bien alta, con algo que suena como "danke schöen". Y lo vuelve a sorprender: “¿Frankfurt?”. En un español rudimentario y duro, el alemán le contesta que no, que su ciudad está más al norte. “¿Stuttgart?”, insiste el chico después de pensar un segundo. Otra vez que no, que eso está en el sur. Pero el chico no se da por vencido, y ya caminando hacia el otro extremo del coche prueba con “¿Hamburgo?”. Esta vez el alemán se limita a negar con la cabeza mientras baja en la estación Pueyrredon, de la mano con la rubia.

El chico, que parece haberse olvidado de la recaudación, camina unos pasos con la cabeza gacha. De repente corre hasta la puerta, que empieza a cerrarse, la traba con un pie, se asoma hacia el andén y pregunta, grita: “¿Berlín?”. El alemán se vuelve, vacila, hace que sí con la cabeza, se da vuelta de nuevo. El chico libera la puerta, se apoya en el pasamanos cromado, suspira, cierra los ojos, los abre, dice “Berlín”, lo confirma, se lo dice a todos, a nadie, vaya a saber a quién.

sábado, 22 de agosto de 2009

Trelew, 22 de agosto

Cuando el cabo retirado de la Armada Carlos Marandino admitió ante un juez en febrero del año pasado que el 22 de agosto de 1972 ninguno de los diecinueve guerrilleros presos en la Base Almirante Zar, en Trelew, había intentado fugarse, ni había desarmado al capitán de corbeta Luis Sosa, ni había enfrentado a los tiros a los marinos, sino que simplemente se los había ametrallado a sangre fría, sucedió algo verdaderamente nuevo.

No se trataba ya de la autocrítica del jefe del Ejército o de la Marina por el empleo de procedimientos ilegales y por otras culpas colectivas, sino de un simple y contundente relato particular: unos hombres armados, con uniforme, que asesinaban a tiros a prisioneros indefensos.

No había nada sorprendente en el relato en sí. Marandino no había hecho más que decir lo que millones de argentinos sabían, conjeturaban, creían – perplejos ante una versión oficial auténticamente increíble - desde hacía treinta y cinco años. El joven suboficial de 1972 había retenido, guardado, callado, durante todo ese tiempo, su sencillo relato. Ningún juez le había preguntado nunca acerca de lo sucedido aquel día, y sus superiores lo habían mandado bien lejos, a los Estados Unidos, con la boca sellada.

Pero en la confesión de Marandino terminaba lo nuevo. Sosa, su superior de entonces, insistió ante el mismo juez en aquel “libreto que no está hecho para ser creído”, según la expresión de Rodolfo Walsh: en la base de Trelew no se fusiló a nadie, sino que se repelió la agresión de los prisioneros que intentaban fugarse con la única arma que uno de ellos le había arrebatado.

También se atuvo a la letra de la vieja fábula el octogenario capitán de navío retirado Horacio Mayorga, de quien dependía la Base en 1972, y del que se sospecha que pudo haber dado la orden de masacrar a los presos. Mayorga fue aun más lejos. Sin sombra de culpa, asumió como propias las palabras del discurso que sus subordinados escucharon en Trelew cuando todavía no se había apagado el eco de los disparos: "La Armada no asesina. No lo hizo, no lo hará nunca. Se hizo lo que se tenía que hacer. No hay que disculparse porque no hay culpa. La muerte está en el plan de Dios no para castigo sino para la reflexión de muchos”.

Los avances en la investigación, el juzgamiento y el castigo de los crímenes de la última dictadura han hecho suponer a muchos que toda una época está a punto de ser definitivamente sepultada. Sin embargo, da la impresión de que Sosa y Mayorga, prologuistas de la represión ilegal planificada, tanto como los autores de la desaparición del testigo de cargo Julio López, los panegiristas rurales de José Martínez de Hoz, o la agitadora videlista Cecilia Pando tienen razones para creer que la Argentina que alumbró el Terrorismo de Estado se sacude y boquea, pero no está muerta.

lunes, 17 de agosto de 2009

Zitarrosa, en voz muy baja


Hace tres o cuatro años, una estudiante que ahora debe superar por poco los treinta recordaba que había crecido, durante la dictadura militar, “en una de esas casas en las que se escuchaba cantar a Alfredo Zitarrosa a un volumen muy bajo”. Las hijas mayores del autor de estas líneas también tuvieron una niñez poblada de canciones de Zitarrosa a volumen bajo. Se lo quería escuchar adentro, pero era mejor que no se lo escuchara afuera. La música del cantor uruguayo estaba prohibida, pero formaba parte de las vidas de muchos de los que entonces padecían el silencio.

Él, en ese tiempo, arrastraba su dolor en el exilio. La censura, o mejor dicho el terror informativo, hizo posible que se difundiera de boca en boca la falsa noticia de que había muerto, en Madrid. Pero en 1984 volvió a su país, con su arte, con su lucidez, con su integridad personal, con sus convicciones políticas. Ya se había reencontrado con el público argentino en un recital en Obras Sanitarias, y su voz había vuelto a salir a la calle a todo volumen, desde las ventanas de muchas casas. Cuando sí murió en Montevideo, cinco años después, un golpe fuerte sacudió a la cultura popular en el Río de la Plata.

El domingo 16, en Página 12, el periodista Carlos Rodríguez informó acerca del desalojo del Centro Cultural Zitarrosa, en Villa Urquiza. “La topadora del jefe de Gobierno porteño, Mauricio Macri - escribió -, no respeta apellidos ni historias”. “Se ve que al actual gobierno de la ciudad no le gusta mucho el apellido Zitarrosa”, le dijo a Rodríguez la hermana del cantor. No, seguramente no debe gustarle. Probablemente le gustaría, en cambio, que la voz de Alfredo Zitarrosa volviera a escucharse a un volumen muy bajo.

jueves, 13 de agosto de 2009

Los culpables según Biasatti

Después de un informe acerca de las desdichas de una familia sin techo de Buenos Aires, Santo Biasatti pronunció frente a las cámaras de televisión, hace algunos días, un enfático editorial. Culpó a la Presidenta Cristina Fernández y a todos sus predecesores, a todos los gobernadores de provincia, a todos los intendentes municipales. La prolija lista incluyó a cada uno de los concejales de cada municipio del país. En otras palabras, a toda la mal llamada clase política. Con el ceño fruncido y el índice en alto, Biasatti casi gritó que todos ellos son los culpables de la pobreza de los pobres. Añadió una amenaza: Dios y la Patria se los van a demandar.

Curiosamente, omitió mencionar a los banqueros, a los industriales, a los terratenientes, a los especuladores financieros, a los propietarios de los grandes grupos de capital concentrado. A los dueños de los medios de comunicación, que suelen serlo también de muchas otras empresas. Santo Biasatti se ufana de ser un periodista independiente, y lleva muchos años en el oficio. Parece por lo menos extraño que ignore las reglas más elementales del funcionamiento del capitalismo. Que no se haya dado cuenta de que no hay explotados sin explotadores. Que no sepa que el trabajo robado a los pobres es lo que hace ricos a los ricos. Es probable que Biasatti sea independiente de las autoridades políticas. No parece que lo sea, en cambio, de sus auspiciantes ni de sus patrones.

sábado, 8 de agosto de 2009

Benedicto y la pobreza

La hipocresía no es cuantificable. Si lo fuera, el propietario de la mayor cantidad de ella sería, muy probablemente, Joseph Ratzinger, más conocido como Benedicto XVI por quienes creen que Dios existe, y que tiene un hijo llamado Jesús, quien a su vez tiene un vicario en la Tierra, que reside y manda en el Vaticano.

El tal Benedicto, el Santo Padre que vive en Roma, no gobierna un Estado que tiene un pasado como todos, con dirigentes que pudieron trabajar por la justicia o aplastar a los más débiles. Lo que él gobierna es la religión católica, la más poderosa del mundo, que se considera en posesión de la Verdad indiscutible por los siglos de los siglos.

Por lo tanto, él es tan responsable como sus antecesores de la obra del catolicismo: de la persecución de los paganos una vez que el Emperador de Roma Constantino se convirtió a su fe, de las brutalidades evangélicas de la conquista de América, de la esclavización de los africanos que carecían de alma, de la humillación de millones de sufrientes de todo el mundo que aceptaron sus miserias a cambio de la promesa de un venturoso más allá.

Ahora Ratzinger está escandalizado por la pobreza en la Argentina, llama a poner plata en una colecta de Caritas, e invoca a la protección de la Virgen de Luján. No importa que Carol Wojtila, el anterior rey de los católicos al que él se propone convertir en santo, un buen aliado de las peores dictaduras latinoamericanas, haya colaborado con eficacia en la empresa política y económica que hundió en la miseria a buena parte del tercer mundo durante los años ochenta y noventa.

De modo que Benedicto se rasga las vestiduras por la existencia de los pobres cuya religión dueña de la verdad eterna contribuyó a crear y a mantener. La señora de Luján, que cuida los intereses de las pobres gentes de esta tierra, por su parte, y a juzgar por los resultados, disfruta de una enorme capacidad de distracción. Casi tan grande como la hipocresía del papa.