“Aquí somos todos blancos”, vociferaba Miguel Cané, el autor de Juvenilia, joven mimado y brillante de la élite que gobernaba la Argentina en los años ochenta del siglo XIX. Por entonces se estaban dando los últimos toques a la fundación de un país, de una nación, de una idea que sobrevivió largamente a la hegemonía política del sector de clase que la alumbró.
De esa época quedó un puñado de verdades que ya no se puso en duda. Éste es un país de blancos. En la Argentina no hay negros. Los argentinos somos europeos trasplantados. Los negros murieron en la Guerra del Paraguay y cuando la peste de fiebre amarilla, en 1870. Aquí se terminó con los indios y con los negros. Y sin traumas, sin rencores, sin resentimientos. Eso nos diferencia de los otros países de América Latina.
Aunque no se lo dijera así, se hablaba con orgullo y alivio de dos genocidios discretos y eficaces. En la Argentina no hay problemas raciales. ¿Porque se trata de una sociedad igualitaria y libre? Bueno, no. Porque no hay negros ni indios. Los hubo, antes, pero ya desaparecieron. Desaparecidos. Una palabra muy presente en la historia de este país.
Los extranjeros también preguntan: “¿Aquí hubo negros?”. Sí, claro, si hasta en los actos escolares casi todos los niños han tenido que interpretar alguna vez a las simpáticas negritas que vendían mazamorra o a los negritos que vendían velas en los días de la Revolución de Mayo. Según el censo de 1778, no eran pocos: la tercera parte de la población de Buenos Aires, por ejemplo. Y en las provincias del centro y del noroeste, muchos más. Tal vez la mitad del total. Y hay viajeros que aseguran que los negros y mulatos eran muchos más de lo que reconocían las cifras oficiales, porque los que habían logrado una cierta posición se declaraban blancos y eran aceptados como tales. “El dinero blanquea”, se decía.
Es cierto que muchos negros, esclavos o libertos, murieron en las guerras de independencia y civiles. La tercera parte del ejército que cruzó los Andes en 1817, se sabe, estaba formada por africanos. El joven oficial Manuel de Olazábal, que acompañó a José de San Martín en un viaje de regreso a Mendoza, relata cómo el general se detuvo en el campo de batalla de Chacabuco, frente al túmulo que señalaba la fosa común donde yacían los restos de los soldados del 8 de infantería, y murmuró con tristeza: “Pobres negros”.
Pero según ha demostrado recientemente Lea Geler, en Andares negros, caminos blancos, el èxito del genocidio, hacia 1880, era más eficaz en el discurso oficial que en la realidad. No había negros, pero en Buenos Aires circulaban ese año nada menos que veinte diarios o revistas afro. No había negros, pero en la ceremonia de repatriación de los restos de San Martín, precisamente, ese mismo año, según narra la historiadora Beatriz Bragoni , además de políticos, académicos, militares y otros miembros de la élite blanca, había representantes de "varias asociaciones de africanos”. En la emocionante recepción de los restos se ejecutó la Gran marcha fúnebre, compuesta por el joven músico Zenón Rolón, que había nacido en Buenos Aires en 1856. En este país de blancos, Rolón era negro. Hijo de esclavos.