miércoles, 19 de octubre de 2011

Cristina y la esperanza de los infelices

“Que los más infelices sean los más privilegiados”, escribió, ordenó escribir, José Artigas en su Reglamento de Tierras de 1815. No había, en esa época y en esta región,  palabras que describieran a las clases sociales con la precisión de que hoy se dispone. Pero en esos primeros años de la Revolución todos sabían quiénes eran los más infelices. Para más, el propio líder oriental lo ponía en palabras: eran los negros, los zambos, los indios, los criollos pobres. A ellos se proponía entregarles las tierras de los propietarios enemigos de la causa.

Artigas, como se sabe, perdió su batalla, y la Revolución tomó otros rumbos. Los infelices que se batieron con él a ambos lados del Río de la Plata quedaron infelices y sin tierra. Tuvieron que seguir luchando, ellos, sus hijos y sus nietos, en condiciones históricas cambiantes, en nuevas relaciones sociales. Emigraron a las ciudades. Fueron soldados, peones, changarines, obreros de la construcción, del puerto, de los ferrocarriles. Dejaron de ser los infelices para ser la clase trabajadora de este país.

Una clase trabajadora que se organizó en sindicatos y partidos, y peleó por sus derechos, que los obtuvo como ninguna otra en América del Sur, y que una y otra vez estuvo dispuesta a jugarse libertad y vida por la justicia. Y que fue la más castigada por el Terrorismo de Estado y por el  capitalismo salvaje que se abrió paso primero con Jorge Videla y José Martínez de Hoz, y se consolidó después con Carlos Menem y Fernando de la Rúa. Para 2003, demasiados trabajadores se habían quedado sin trabajo, sin derechos, sin casa. Pobres, indigentes, marginados, excluidos. Otra vez, infelices, sin mejor calificación.

Ahora los infelices lo son un poco menos que hace ocho años. No son los más privilegiados, como quería Artigas, pero muchos de ellos han empezado a creer que vale la pena ir por más. El rumbo empezó a torcerse cuando Néstor Kirchner asumió la presidencia y aseguró que el rol del Estado era poner igualdad allí donde el mercado ponía exclusión. Cristina Fernández proclama ahora que la tarea no va a estar cumplida mientras haya un solo pobre en el país. Para que eso se haga, hay que impedir que los propietarios enemigos de la justicia y sus representantes políticos vuelvan a ganar la batalla. El domingo, a Cristina la van a acompañar los votos de la mayoría. Y la esperanza de los infelices.

jueves, 13 de octubre de 2011

Un mundo, un dolor


En febrero de este año, los rebeldes egipcios que peleaban en la Plaza Tahrir contra la dictadura de Hosni Mubarak escribían en pancartas su solidaridad con los trabajadores movilizados en una remota ciudad de, nada menos, los Estados Unidos: “Egipto apoya a los trabajadores de Wisconsin. Un mundo, un dolor”. Es que en Madison, Wisconsin, un gobernador estaba terminando con los derechos laborales de estatales y maestros, y se topaba, también él, con la resistencia de los de abajo, que devolvían el gesto: “De Egipto a Wisconsin, nos levantamos”.

Ahora se trata de los que ocupan Wall Street. Para el intelectual disidente Noam Chomsky, lo que se está cursando es una revolución democrática. “Tal vez sea el inicio de lo que verdaderamente necesitamos, ya que la democracia aquí ha sido casi eviscerada”, le dijo entonces a Amy Goodman, la artífice del programa radial Democracy Now.

Cualquiera sabe que el movimiento popular en los Estados Unidos está muy lejos de las formidables movilizaciones de los afroamericanos a principios de los años sesenta, o de los pacifistas que se oponían a la guerra de Vietnam a fines de esa década y principios de la siguiente. Pero el conjunto es inquietante. El tenue hilo que conecta una rebelión con otra es la crisis del capitalismo. La salida, cuando ya no hay caminos económicos para recuperar la tasa de ganancia del capital, se sabe, es la guerra. Destruir bienes para volver a crearlos.

En ese contexto hay que interpretar el oportuno descubrimiento, por parte de los servicios estadounidenses, de un complot iraní para destruir las embajadas saudita e israelí en Washington, que el propio Barack Obama da por probado. Desde hace al menos cinco años, la invasión de Irán por parte de la mayor potencia militar de la Tierra es uno de los planes que están sobre la mesa. Es probable que la crisis mundial haya por fin puesto el pie en el acelerador de los bombarderos. Es probable, también, que después de todo tengan razón los manifestantes egipcios: “Un mundo, un dolor”.  

lunes, 10 de octubre de 2011

Pena de muerte, al azar


“En la Argentina hay una especie de pena de muerte al azar, porque las condiciones carcelarias hacen que muchos presos mueran durante el encierro, víctimas de actos de violencia o del contagio de enfermedades”, dice el ministro de la Corte Suprema de Justicia Eugenio Zaffaroni.


El aumento de las penas no tiene efecto disuasorio, todos lo saben, sostiene Zaffaroni. Se lo lleva a cabo para aumentar la confianza en el sistema, o sea para que la gente crea que está más protegida, aunque no lo esté. O sea, es una estafa. La estafa descalabra el Código Penal, que ya no guarda proporciones y que ha perdido su lógica interna.

Los grandes medios de comunicación, entiende Zaffaroni, estimulan y canalizan la pulsión de venganza que hay en la sociedad. Ponen a la víctima-héroe, a quien no se le puede responder por respeto al dolor, a decir frente a las cámaras y a los micrófonos lo que el comunicador no puede decir. En el momento en el que tiene que elaborar el duelo, la  fijan en su trauma. El daño psíquico es muy difícil de reparar, tal vez irreparable.

Hace treinta años, rememora Zaffaroni, en la época de Ronald Reagan y de George Bush, en Estados Unidos se acuñó una política, que se exportó después a Europa y al resto del mundo: menos plata en políticas de bienestar, más plata en el aparato represivo. Más presos. Fue necesario inventar un enemigo, identificar al sector de la sociedad que poblaría las cárceles.

En Estados Unidos, revela Zaffaroni, el índice de presos en relación con el total de la población es el más alto del mundo. Más de la mitad de los presos son afroamericanos y buena parte del resto, latinos. Está claro cuál es el enemigo. En Europa, cada estado consigue sus propios negros: Alemania, a los turcos, Francia, a los argelinos, el Reino Unido, a los árabes. En la Argentina no es necesario importar al enemigo. Joven, morocho, pobre, habitante de un barrio precario. Con eso basta. Y con el azar: desde principios de 2009 hasta marzo de 2011, los presos que murieron en las 35 prisiones federales del país fueron 146.