En el país de la libertad y de los individuos armados, un
policía blanco asesina a un muchacho negro. Michael Brown, el chico, tiene 18
años, y está desarmado. En Ferguson, la
pequeña ciudad donde suenan las balas, lo ve medio mundo. Tres meses más tarde,
un Gran Jurado decide que no hay pruebas para condenar a Darren Wilson, el
agente que apretó el gatillo. Wilson dice que lo lamenta, pero que volvería a
actuar de la misma manera. Dice que temió por su vida, porque Brown lo superaba
físicamente. Y además era negro. Eso no lo dice. No importa si muchos testigos ven
a Brown con las manos en alto cuando su cuerpo encaja los seis tiros que le pega
Wilson. Y si lo ven caer a 150 metros del policía que teme por su vida. La
población de Ferguson, cuando conoce el fallo judicial, estalla. Incendia autos,
corta avenidas y autopistas, arroja botellas y ladrillos contra vehículos
policiales. Pide justicia. Hay decenas de detenidos. Todo transcurre en un
estado, Missouri, con una larga y dramática historia de crímenes contra la
minoría negra. Su gobernador se llama Jay Nixon. Su tío Richard hizo célebre al apellido. En
otras ciudades y pueblos del enorme país otros miles salen también a la
calle. En Cleveland, Ohio, un agente dispara
una bala de verdad a un niño negro de 12 años que empuña un arma de juguete, y
lo mata. El Jefe de Policía lo defiende. En San
Luis, Missouri, la multitud ocupa las escalinatas del Tribunal que ha exculpado
al matador de Brown, y advierte: “Si no lo procesan, vamos a pelear”. Barack
Obama, el primer Presidente negro de la historia del enorme país, habla del
asunto. Sin embargo, no anuncia que va a tratar de poner fin a los crímenes
blancos. Pide que las protestas sean pacíficas. Les pide serenidad a las
víctimas. Nada a los culpables. Muchos recuerdan entonces que él es negro, pero
no como los otros. No desciende de africanos esclavizados en los Estados Unidos.
No como Brown.