miércoles, 22 de diciembre de 2010

Del Paraguay

Los primeros porteños fueron paraguayos. En efecto, casi todos los miembros de la expedición que salió de Asunción del Paraguay en 1580, al mando de Juan de Garay, para fundar por segunda vez una ciudad a orillas del Plata, eran criollos mestizos de madres guaraníes. Fueron ellos los que se afincaron como vecinos en Buenos Aires.

Algo más de doscientos años después, nació en las misiones guaraníticas que siempre habían estado subordinadas a Asunción del Paraguay un niño al que el destino le depararía la condición póstuma de héroe argentino: José de San Martín. Durante la vida pública de ese niño, que fue general de la independencia de América del Sur, sus adversarios políticos, que los tuvo, y feroces, se regodearon en recordar su origen: el cholo de las Misiones, lo llamaron, el indio guaraní, el soldadote paraguayo.

Para él mismo, ese origen significaba algo. Es conocido el dato de que cuando se le encomendó la organización de un cuerpo de caballería, que llegaría a ser el famoso regimiento de Granaderos a Caballo, pidió que se reclutaran en las Misiones, su tierra natal, trescientos de sus paisanos, que serían su primera tropa. Entre ellos estaban el mestizo Miguel Chepoyá, y un tal Juan Bautista Cabral, de madre africana esclava y de padre guaraní.

El tres de febrero de 1813, dos escuadrones de Granaderos a Caballo al mando de su teniente coronel, San Martín, batieron en San Lorenzo, en la actual Santa Fe, a orillas del Paraná, a una tropa realista que había desembarcado con el fin de saquear las inmediaciones. En el combate, como es fama, murió Cabral, que salvó la vida de su jefe.

Después de los tiros, del humo de las explosiones, de las cargas de caballería, de la sangre, el vencedor ofreció al vencido un canje de prisioneros. Entre los que devolvieron los realistas estaba un criollo mestizo de Asunción que se ganaba la vida comerciando con su bote por las costas del Paraná. Lo habían apresado por la madrugada, antes del desembarco. San Martín en persona le ofreció incorporarse al regimiento de Granaderos en carácter de soldado raso. Por alguna razón, el hombre aceptó. Se llamaba José Félix Bogado.

Trece años más tarde, ya terminadas las guerras de la independencia, los restos del regimiento regresaron a Buenos Aires después de hacer las campañas del Alto Perú, la de los Andes, la del sur de Chile, la de Lima, la de la Sierra, la de Ecuador, las de Junín y Ayacucho - al mando ya de Antonio de Sucre y de Simón Bolívar. Llegaron a Buenos Aires, ignorados por el gobierno de Bernardino Rivadavia, que ordenó la disolución del cuerpo, dejaron sus armas en el Retiro, frente al que había sido su primer cuartel, y se dispersaron.

Su jefe era el coronel José Félix Bogado, paraguayo, reclutado por San Martín como soldado raso trece años atrás. Sólo quedaban siete miembros del regimiento original que había salido de Buenos Aires para dar la vuelta al continente. Uno de ellos, el que tocó la última clarinada, como adiós a los caídos en la larga campaña, fue Miguel Chepoyá. También era guaraní.

domingo, 19 de diciembre de 2010

Inmigrantes

Había tantos inmigrantes en Buenos Aires, que tres de cada cuatro hombres adultos eran extranjeros. Tres de cada cuatro. Esos hombres estaban solos. No parece casual que en esa ciudad, la del primer centenario, hubiera más prostíbulos que escuelas. La inmensa mayoría de esos hombres la pasaba mal. Tan mal, que basta con repasar las noticias que publicaban los diarios de la época para ver que diariamente, en las veredas de los conventillos donde se hacinaban las familias de trabajadores de muchas partes del mundo, había mozos que se tomaban a golpes o a cuchilladas, desesperados o celosos, ebrios o rabiosos, decepcionados, sufrientes. Y cada día había intentos de suicidio o suicidios exitosos. El diario La Prensa llegó a agrupar esas noticias en una sección fija: Los cansados de la vida. Es más que probable que Mauricio Macri no sepa nada de todo esto.

Los que se consideraban con títulos legítimos de argentinidad despreciaban a los inmigrantes, los caricaturizaban, los odiaban, además de explotarlos minuciosamente cuando tenían oportunidad y capital suficiente. Esas gentes incultas y rústicas degradaban cada día la lengua que la aristocracia criolla había heredado de sus mayores, introducían en el país comidas y costumbres, rasgos, apellidos, músicas, ideologías, una cultura ajena, en fin, aunque no fuera una sino muchas. Por si hubiera sido poco, hacían que los antiguos pobladores, la gente decente, se sintiera insegura: había barrios que era mejor no frecuentar de noche. Así era, también, la vieja Argentina añorada por los conservadores.

En ese entonces, bolivianos, paraguayos, chilenos, no constituían un problema. Estaban lejos de Buenos Aires. No había nada que distinguiera a unos de los jujeños, ni a otros de los correntinos o de los cuyanos. Todos juntos habían construido con su sangre y su sudor la misma historia, y todos eran igualmente explotados. No importaba realmente demasiado de qué lado de la raya los hubiera dejado la demarcación de las fronteras. Ahora son extranjeros, inmigrantes, y están aquí. Los bisnietos de aquellos sufridos trabajadores que habían cruzado el océano en busca de otra vida los señalan como intrusos. Tal vez no sea ocioso recordar que más allá de las ideas de cada uno, hay un mandato constitucional que cumplir. Esta tierra está abierta a todos los hombres de buena voluntad que quieran habitarla. A pesar de Mauricio Macri.


viernes, 3 de diciembre de 2010

Al maestro

Me dieron un premio. Al maestro con cariño, un reconocimiento que la escuela de periodismo Tea y Deportea entrega año a año a varias personas. Me honró compartir la nómina nada menos que con una Madre de Plaza de Mayo. Nada menos que con Nora Cortiñas, además de con otros compañeros con muchos más méritos que yo. No pude ir a recibir la manzanita en que consiste materialmente el premio. Esa misma noche, la del 16 de noviembre, mi mujer, tuvo que ser operada de urgencia por una seria, casi fatal, infección en el abdomen.

Ella, felizmente, se sobrepuso. La pasé muy mal, aunque no tan mal como ella misma. Esa noche, mientras yo sufría en esperas interminables, mis hijos grandes, los de mi primer matrimonio, recibieron en mi nombre la manzanita. Según lo planeado, que yo ignoré hasta ese mismo momento, ellos y mis dos hijas más pequeñas iban a entregarme el premio en el escenario. Me lo perdí, y lo lamento, aunque no sea nada al lado de lo que estuve a punto de perder esa noche.

Había pensado bastante en qué iba a decir cuando me entregaran el premio, pero hasta pocas horas antes de la ceremonia no lo había resuelto. Curiosamente, mientras esperaba el desenlace de la intervención que sufría mi mujer, pude verme, escucharme, agradeciendo el premio, y con un argumento que ni siquiera había imaginado hasta entonces.

Sólo había recibido un premio antes, en toda mi vida. Era 1970. Yo estaba en primer año de Periodismo, y gané el segundo premio de un concurso de poesía. El que me entregó el premio – nada menos que una edición de bolsillo de las Obras Completas de Roberto Arlt - fue el presidente del Centro de Estudiantes de la Escuela. Era un gran tipo, según lo recuerdo de entonces. Tiempo después, en 1974, compartí con él la redacción del diario La Calle. Yo escribía en la sección Deportes y él en Gremiales, lo que no fue obstáculo para que me diera una mano inolvidable en un cierre que se me estaba volviendo difícil. Comprobé entonces que también era un excelente cronista y un gran compañero.

El presidente del centro de estudiantes, que me entregó aquel premio, se llamaba Eduardo Suárez. Le decíamos el Negro. Eduardo Suárez, el Negrito Suárez, es uno de los ciento y pico de periodistas detenidos desaparecidos durante la última dictadura cívico militar. Su recuerdo se me apareció a la puerta de un quirófano, mientras pensaba, con esperanza y con angustia, en mi mujer, en mis hijos, en mis amigos, en un premio, en toda mi vida. Eduardo Suárez, presente.

domingo, 7 de noviembre de 2010

El paraíso según Ratzinger

Hace algo más de tres años, Joseph Ratzinger, alias Benedicto XVI, el rey absoluto e infalible de la iglesia católica, viajó a Brasil con el propósito de conseguir que se impusiera la enseñanza religiosa en las escuelas. José Inacio Lula Da Silva le contestó que no, que él presidía una república laica.

La respuesta debe haber disgustado mucho al santo padre que vive en Roma, deseoso como está de mantener cautivos a los católicos brasileños que no cesan de pasarse a la competencia, las iglesias evangélicas. Tanto, que en la reciente campaña electoral que en Brasil precedió a la elección de Dilma Rousseff, hizo lo que pudo para que la candidata de Lula perdiera. Sus obispos ensuciaron la cancha: la acusaron de “asesina de niños”, porque ella había tomado partido por la despenalización del aborto.

El papa odia la idea de que las miles y miles de muchachas que por las razones que sea optan por interrumpir sus embarazos tengan la atención médica que merecen todos los seres humanos. Ellas tienen que sufrir, ya que han tenido sexo y después no quieren un hijo, y si es posible tiene que ir a la cárcel. Esta vez al papa no le fue mal, porque si bien la candidata ganó, tuvo que abjurar de sus posiciones.

Envalentonado, Ratzinger la emprendió con los derechos que los españoles han ganado trabajosamente en el país que ha sido durante siglos uno de los centros mundiales del oscurantismo religioso. Allí acaba de embestir contra lo que llamó “laicismo agresivo” del estado, y contra el regreso de los tiempos de la República, los años treinta del siglo pasado.

Esa República fue ahogada en sangre por las huestes fascistas de Francisco Franco, jefe de una dictadura católica que durante 36 años persiguió, torturó y mató a cualquier disidente que asomara la cabeza. Pero ella no tenía la agresividad del laicismo: los homosexuales tenían que refugiarse en la clandestinidad, las chicas que abortaban se morían en soledad, no había tolerancia para el sexo ni para los condones. Era, como un milagro, la vuelta de la España negra de los inquisidores, la de los Reyes Católicos, la que expulsó a judíos y musulmanes y quemó en la hoguera a los pecadores. El paraíso según Ratzinger.

domingo, 31 de octubre de 2010

Estaba pasando algo

Cuando Néstor Kirchner asumió la presidencia, mi hija mayor vivía en Barcelona desde hacía poco más de un año. Hace unos días, cuando Néstor murió, ella, que ha vuelto a vivir y a ser feliz en la Argentina, me reenvió un largo correo que yo le escribí el 27 de mayo de 2003. Apenas se enteró de la noticia, me dice, recordó ese viejo mail. Me sorprendí de lo que hace siete años yo mismo había sentido, y escrito. Lo reproduzco, parcialmente, ahora.

“Están pasando cosas en este país, que por primera vez en mucho tiempo dan ganas de contar. El nuevo presidente dio el mejor discurso de asunción que yo haya escuchado. Era muy raro eso de asombrarse, conmoverse y sentirse contento a medida que ese señor narigón, bizco y con pésima pronunciación iba largando sus definiciones. Me resultaba muy raro sentir que había llegado al gobierno alguien de mi generación, de la vieja y castigada generación de los setenta, y que lo hacía para reivindicarla, para enorgullecerse de haber pertenecido a ella, para asegurar que no iba a dejar sus principios en la puerta de la Casa Rosada. De una sola sentada, Kirchner les dijo esa tarde a las Fuerzas Armadas que llegaba sin rencor pero con memoria, y que no iba a dejar que se confundiera gobernabilidad con impunidad. A los grandes grupos económicos, que el Estado está para poner igualdad allí donde el mercado pone exclusión, que los que más ganan deben ser los que más paguen, y que no pueden seguir exigiendo privilegios los que han ganado fortunas mientras la mayoría se ha hecho cada vez más pobre. Dijo que no se puede tolerar que un chico de Jujuy tenga una educación inferior a la que tiene uno de Buenos Aires, y prácticamente gritó que viva la escuela pública. Dijo que la eliminación de la pobreza no es una cuestión de políticas sociales sino de políticas económicas, y que el clientelismo político es hijo del desempleo. Dijo que los acreedores externos no pueden esperar que se les pague a ellos si no se puede pagar la deuda social. Dijo que el nombre del futuro es ‘cambio’, y que la prioridad de la política internacional argentina será el Mercosur y los países de la región. Dijo muchas cosas, y a todas las llamó por su nombre. A su izquierda, en el palco, estaban Fidel, Lula y Chávez. Estaba pasando algo, había olor a algo ese domingo a la tarde. Algo que se notaba también en el entusiasmo y el fervor que generaba cada aparición de Fidel en cualquier parte. Kirchner y Fidel estuvieron reunidos durante más de una hora el lunes, pasando por encima del protocolo. Todo parecía anunciar lo increíble que pasó por la noche, cuando Fidel habló desde las escalinatas de la Facultad de Derecho, durante dos horas y media, a una multitud de miles de personas que lo escuchó en absoluto silencio, con un frío que rajaba. Parecía que la Plaza de la Revolución de La Habana se había instalado en la Recoleta, y cuando Fidel se despidió ‘hasta la victoria siempre’, todo era como un sueño increíble, anacrónico y maravilloso. (…) Espero que todo esto no haya sido muy latoso. Tenía ganas de contarlo.”

Gracias, hija querida.

lunes, 25 de octubre de 2010

Ni pliegos ni sindicatos

A Mariano Ferreyra no lo mató el sindicalismo, como dicen o insinúan los canallas y los estúpidos de los medios de comunicación masivos, los simples canallas de la oposición política de derecha, y los simples estúpidos que adoran el sentido común de la pequeña burguesía.

En todo caso, lo mató la clase dominante de este país, que por diversos caminos logró corromper, cooptar, comprar, envilecer a muchos dirigentes sindicales desde hace mucho tiempo. Los que apretaron el gatillo fueron seguramente algunos desclasados al servicio de esa clase dominante. Más corrupción, más envilecimiento.

Un luchador sindical jamás habría disparado contra un joven militante del Partido Obrero, por grandes que fueran sus diferencias políticas y aun ideológicas. En las filas históricas de los luchadores sindicales de este país no entra ningún asesino a sueldo, ningún servidor infame de las patronales.

Entran, sí, los que pelearon por la jornada de ocho horas, por el descanso semanal, por la igualdad, por la libertad, los Raimundo Ongaro, los Agustín Tosco, y miles y miles de militantes que discutieron en las asambleas, que volantearon en las puertas de las fábricas, que sostuvieron huelgas heroicas, que estuvieron presos, que hasta dieron sus vidas por los derechos de sus hermanos de clase.

El asesinato de Mariano Ferreyra no puede ser motivo para fogonear la antigua calumnia contra el movimiento obrero. Aquella que cantaba Violeta Parra hace más de medio siglo: “Para seguir la mentira, lo llama su confesor, le dice que Dios no quiere ninguna revolución, ni pliegos ni sindicatos, que ofenden su corazón”.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Color de sangre minera

La riqueza de la burguesía chilena, a la que pertenece en un nivel privilegiado el presidente Sebastián Piñera, se ha edificado en buena medida sobre la explotación impiadosa de los trabajadores mineros. La derecha, en Chile, derrocó y asesinó a Salvador Allende en 1973, y destruyó todos los avances que el gobierno de la Unidad Popular había alcanzado con la nacionalización de la minería del cobre. Como dice una vieja canción popular, “color de sangre minera tiene el oro del patrón”.

Los treinta y tres trabajadores de la mina que permanecieron sepultados durante más de dos meses a casi setecientos metros de profundidad sobrevivieron inicialmente gracias a su temple, a su disciplina, a su solidaridad, a la experiencia de clase acumulada por sus propios linajes obreros. Después, el estado gobernado por los conservadores, sus antiguos enemigos, se puso al frente de las tareas de rescate - notables por cierto - más publicitadas de la historia del continente sudamericano, y felizmente ellos están a salvo.

Piñera, el mismo que defendió al dictador Augusto Pinochet, y que comparte con sus socios de orientación política la responsabilidad de la recrudecida explotación de los trabajadores mineros del siglo XXI, mantuvo su sonrisa publicitaria durante horas y días enteros para las cámaras de televisión de todo el mundo. El mensaje es claro: vivan los capitalistas que salvan a sus explotados que han sido víctimas de las condiciones de trabajo que ellos mismos han impuesto. Vivan los héroes que cantan a voz en cuello el himno nacional y que en seguida le hablan en inglés a todo el mundo. No es cosa de perderse la oportunidad. Habrá que ver cuándo la esforzada clase obrera ofrece otra oportunidad como ésta para oficiar de salvadores. Bien humanos y sonrientes.

domingo, 3 de octubre de 2010

Vagos y malentretenidos

Julio Cleto Cobos quiere mandar a los muchachos pobres a terminar la escuela y a aprender un oficio alojados en los cuarteles del ejército. Hace ocho años justos, Felipe Solá había propuesto casi exactamente lo mismo. El proyecto fue conocido como “colimba educativa”.

Curiosamente, uno de los argumentos que esgrimían los reformadores sociales que impulsaban la iniciativa consistía en que desde la abolición del servicio militar obligatorio, en 1994, el número de menores detenidos en los depósitos de presos de la provincia se había duplicado. No se trataba de educación.

Es probable que no haya ayudado la noticia, conocida en aquellos días, de que Segundo Cazenave, de 20 años, pampeano, cadete de la Escuela de Suboficiales General Lemos, había sido hallado muerto en el departamento que alquilaba en el barrio de Colegiales, a causa de un edema pulmonar. La madre del muchacho aseguró después que su hijo experimentaba un fuerte deterioro físico desde meses antes de su muerte, que en la Escuela se lo había humillado “en todo sentido” y que se lo había sometido a palizas y otros malos tratos. Así cuida el Ejército a sus propios aspirantes a cuadros profesionales. Un coronel prometió investigar hasta las últimas consecuencias. Nunca hubo ningún resultado.

Más recientemente, la pensadora y filántropa Susana Giménez dio en proponer la vuelta de la colimba para “sacar a los jóvenes de las calles y del paco”. Como se recordará, el servicio militar fue abolido después del martirio del soldado Omar Carrasco, asesinado a golpes en un cuartel de Neuquén por oficiales, suboficiales y conscriptos.

Además de Cobos, la causa de Susana ha encontrado ahora otro paladín: el diputado nacional Alfredo Olmedo, del bloque Salta somos todos, hijo de un señor que tiene 110.000 hectáreas de soja y que factura 50 millones de dólares anuales sólo por el poroto de la plantita, según ha informado la revista Fortuna, de editorial Perfil. Olmedo ha explicado así su idea: "Hoy lo único seguro es la inseguridad y la vuelta a un servicio militar obligatorio y comunitario serviría para que los jóvenes que nunca tuvieron limites encuentren un ámbito de contención y de formación que les permita vivir en armonía con la comunidad". Contención y seguridad, formación, armonía.

A principios del siglo XIX se empezaron a aplicar en estas tierras las leyes de vagos, que condenaban a la incorporación forzada al ejército a todos los paisanos pobres que no tuvieran un patrón que respondiera por ellos. Se los llamaba vagos y malentretenidos. Cobos, Solá, Giménez, Olmedo, y la lista no se acaba con seguridad ahí, apuestan fuerte a poner bajo control a los vagos y malentretenidos del siglo XXI. No importa cuánto disfracen el asunto con palabras que gozan de buena prensa.

sábado, 11 de septiembre de 2010

A la memoria del Chileno

Se llamaba Oscar. Le decíamos El chileno, pero era argentino. Sólo que cuando lo conocimos, en 1972, venía de Chile, donde militaba en la Juventud Socialista. Se había propuesto hacer el viaje del Che por América Latina, pero apenas llegado a Chile lo había enamorado la lucha por el socialismo que se había abierto con la llegada al gobierno de Salvador Allende. Y allí se quedó. Ni él ni sus compañeros creían que la vía pacífica fuera posible. Estaba convencido de que había un golpe militar en marcha, y había venido al país para denunciar la conspiración y conseguir la solidaridad de las organizaciones políticas y del movimiento obrero con la resistencia que estaban dispuestos a dar. El chileno era un tipo lúcido, valiente, generoso. Estuvo varios meses aquí, trabajando sin descanso, llevando su mensaje a asambleas estudiantiles, a congresos sindicales, participando en movilizaciones callejeras contra la dictadura de Alejandro Lanusse. También se enamoró de una compañera, Margy. Cuando supo que el golpe era inminente, se despidió con una carta conmovedora. Sentía la tentación de quedarse, entre otras cosas por su pareja, pero decía que no podía fallarles a los que lo esperaban allá para dar la batalla final por el socialismo en Chile, para resistir al fascismo. Lo despedimos en Retiro. Lo vimos alejarse, de pie en la puerta trasera del último vagón, con el puño en alto. Así lo recordamos todavía. Era, creo, agosto de 1973. Dos meses después del golpe, supimos que El chileno había muerto. A la misma estación Retiro llegó, en tren, su ataúd. Según la versión oficial de los dictadores, su cuerpo había aparecido acribillado en las calles de Santiago. Mucho después, Margy encontró un sobreviviente que decía haberlo visto preso, en octubre, en el Estadio Nacional. Él habría querido morir peleando en los cordones industriales de la capital, donde militaba. Nunca supimos bien cómo cayó. Tenía 24 años.

viernes, 10 de septiembre de 2010

En el país de dios

"Soy cristiano, americano, heterosexual, pro armas y conservador". Así decía, según una crónica que difundió hace unos diez días la agencia DPA, la inscripción en la remera de un manifestante del movimiento derechista Tea Party, en Washington. Todo un programa, el del portador de la remera, que era sólo uno de los miles, decenas de miles, que se concentraron frente al monumento a Abraham Lincoln el pasado 28 de agosto.

Allí estaba Sarah Palin, ex candidata a vice presidenta de los Estados Unidos por el partido Republicano. "Tenemos que restaurar el honor de nuestro país", dijo. Estaba también un tal Glenn Beck, al que la crónica definía como religioso, presentador de televisión, alcohólico convertido en abstemio fanático. Él aportó su consigna: "Hoy Estados Unidos comienza a volver otra vez a Dios”.

Otro cristiano, conservador y belicista, el ex presidente George W. Bush, era homenajeado en la marcha por carteles y consignas. Allí se lo extrañaba. No es para menos. Él también quiso devolver a su país la honra perdida el 11 de septiembre de 2001, para lo que tuvo que destrozar a Irak y a Afganistán. Y lo hizo a pedido de alguien muy especial, según su relato: “Dios me dijo, George, ve y lucha contra esos terroristas en Afganistán. Y lo hice. Y entonces me dijo, George, ve y acaba con la tiranía en Irak, y lo hice”.

El escritor de origen palestino Edward Said escribió hace casi siete años que la base del poder de Bush eran “los entre 60 y 70 millones de cristianos fundamentalistas que, como él, creen que han visto a Jesús y están aquí para llevar a cabo la obra de Dios en el país de Dios”. Los manifestantes del Tea Party integran ese colectivo. Están enojados con Barack Obama, a quien consideran un socialista musulmán que ha huido de Irak, aunque siga haciendo llover bombas sobre Afganistan. Ellos quieren que su presidente se tome en serio su trabajo en el país de dios. Y está probado que son capaces de conseguirlo.

martes, 31 de agosto de 2010

El Negro Tula


Escribí esta nota hace dos años, para despedir a un querido amigo que acababa de morir. La reproduzco hoy, in memoriam.


Le gustaba conversar mientras caminaba por Callao o por la Avenida de Mayo, con la mano derecha apoyada sobre el hombro del otro. Con su acento tan inconfundible como reacio a las clasificaciones, iba y venía de un debate teórico de la izquierda italiana a la belleza de una fachada, de un recital de tango o de jazz a un recuerdo de su exilio en Méjico, de la calidad del cinco de Boca a una pregunta personal, nunca invasora, siempre cálida.

Jorge Tula, el Negro, andaba siempre con los bolsillos del saco llenos. Sacaba de ellos recortes, un papel en el que había escrito una palabra para la que no encontraba la mejor traducción, unas entradas de cine viejas, las mentitas, un lápiz, un libro. A veces el libro no era para él. “Lo vi en una mesa de saldos”, decía, “y se me ocurrió que te podía interesar”. Desde que la vida se le apagó el 30 de agosto pasado, parece que todos los bolsillos del mundo estuvieran vacíos.

El Negro era un socialista contagioso, un intelectual radical, un apasionado por la política y por las ideas. En 1976, a poco de instalada la dictadura de Videla, un grupo de tareas lo secuestró en la Editorial Siglo XXI, donde trabajaba. Estuvo desaparecido, fue blanqueado después como preso político en La Plata, y partió por fin al exilio. La barbarie de la derecha le pasó factura por su militancia, por los textos subversivos que había editado y traducido, por la insustituible Pasado y Presente de la primera mitad de los setenta. Pero él nunca hablaba de aquellos padecimientos, nunca pronunciaba una palabra de auto compasión. Si hablaba de la cárcel, era para recordar la solidaridad en el encierro, al “changuito” compañero de celda con el que jugaba al ajedrez, o los libros que le acercaba la Gallega, su compañera de toda la vida. La queja no era compatible con la entereza, la cordialidad y la finura que acompañaron su estar en el mundo hasta el último día.

De Méjico se trajo muchas cosas. Más amigos, más aprendizajes, la experiencia de la revista Controversia, en la que ayudó a reunir a los exiliados de la izquierda marxista con los peronistas de la Tendencia Revolucionaria. Y el saludo, “qué hubo, buey”, que no desmentía la tonada en la que se fundían la Catamarca de su infancia, la Córdoba de sus años de estudiante, los colores porteños de su madurez. Una tonada que se parecía, en esa apertura al mundo que no desdeñaba las raíces locales, a su manera de pensar.

Cuando se lo instaba a reunir sus muchos papeles para editarlos en un libro, solía decir que si no lo hacía era por vanidad: “Ya que no puedo escribir como Borges, prefiero no escribir”. Pero felizmente escribía, aunque le costaba encontrar el momento de pulir los borradores. La suya era una prosa rica y sugerente, persuasiva y elegante. No lo desvelaba la pulcritud del producto terminado porque escribía para pensar, para poner a prueba sus propios puntos de vista, para reconocer cuando ellos habían envejecido, para arrimar a los discursos obsoletos los destellos del pensamiento de la izquierda en cualquier lugar del mundo.

En las dos últimas décadas, como hombre del Partido Socialista, como compañero y amigo de Alfredo Bravo, de Jorge Rivas, de Oscar González, fue tan completamente leal a ellos como a sí mismo. Conocedor de la urgencia que requieren a veces las decisiones políticas, sabía también (y nadie entendería mejor la imagen futbolera) que a veces es imprescindible parar la pelota, levantar la cabeza y pensar. El Negro era un tipo que no sabía agacharse, así que nunca dejó una crítica sin hacer, una discrepancia sin formular. Pero jamás, tampoco, le sacó el cuerpo a la defensa de una resolución que hubieran adoptado los suyos. Capaz de la mayor moderación política y sincero cultivador del diálogo, se resistió siempre a caminar al lado de los resignados, de los necios, de los auto complacientes, de los que estuvieran dispuestos a olvidar, aunque fuera circunstancialmente, los principios.

Todos los que tuvieron el privilegio de ser sus amigos prueban ya diariamente el tamaño de su ausencia. Una ausencia más grande que su enorme figura, tan grande como su enorme corazón. “Suyo fue el ejercicio generoso de la amistad genial”, escribió Borges en homenaje a no importa quién. Otro intelectual, Eric Hobsbawm, caracterizó una vez a José Aricó como “un socialista impresionante”. Los dos, aunque ninguno de ellos lo supiera, hablaban también del Negro Tula.

martes, 17 de agosto de 2010

San Martín y el fanatismo

José de San Martín se convirtió al catolicismo casi cien años después de su muerte. El milagro fue obra del ejército argentino y de la Santa Iglesia, con la colaboración de un lote de historiadores de tercera o cuarta línea. Para que el centenario de su muerte, en 1950, se pudiera celebrar con dignidad, el Padre de la Patria tenía que ser un católico ferviente.

En vida, sin embargo, había sido un liberal revolucionario, anticlerical como el que más, al que Manuel Belgrano había tenido que convencer pacientemente de que al frente del Ejército del Norte debía mostrarse como un devoto creyente. “Mi amigo”, le escribía el 6 de abril de 1814, “no se olvide de que es usted un general cristiano, apostólico, romano”.

San Martín tendía a olvidarlo, pero Belgrano había aprendido el alto costo que había tenido para los patriotas la “guerra de opinión” que les habían hecho los realistas llamándolos herejes, y atrayendo así “las gentes bárbaras a las armas”, con la excusa de que ellos “atacaban la religión”. “No deje de implorar a Nuestra Señora de las Mercedes”, insistía Belgrano, “nombrándola siempre nuestra Generala, y no olvide los escapularios a la tropa”.

Esas formalidades públicas, que San Martín cumplió sin demasiado énfasis, fueron la base de la conversión retrospectiva. En 1944, J. L. Trenti Rocamora llegó a escribir que San Martín “tenía devoción a la Santísima Virgen, frecuentaba los sacramentos, acataba el pontificado, y finalmente quiso morir como un buen cristiano”. No importaba demasiado si el hombre había omitido en su testamento cualquier mención de creencia religiosa alguna, si había pedido que se lo llevara al cementerio sin ninguna ceremonia, si al sintetizar en diez máximas la educación que quería dar a su pequeña hija Mercedes había dedicado una a dejar constancia de que pretendía inspirarle sentimientos de indulgencia hacia todas las religiones. Léase bien: indulgencia. Hacia todas.

Tampoco importaba que el 6 de abril de 1830, en carta a su amigo Tomás Guido, se hubiera burlado de las negociaciones diplomáticas que Buenos Aires había encarado con el Papa. “Esta ocasión me vendría de perillas para calzarme el obispado de Buenos Aires”, bromeaba. Pero en la misma carta lamentaba que la voluntad de llegar a un acuerdo con Roma dejara ver que su “malhadado país” todavía tenía que lidiar con el fanatismo. “Afortunadamente”, se consolaba, “nuestro pueblo se compone de verdaderos filósofos, y no es fácil empresa moverlo por el resorte religioso”.

El azar ha hecho que apenas 48 horas separen el 17 de agosto, aniversario de la muerte de San Martín, de la fiesta católica de la Asunción de María. O sea, del día en el que la Virgen ascendió, literalmente, a los cielos. Según los creadores del San Martín católico, él habría celebrado el fasto con devoción. Parece más probable que hubiera lamentado la supervivencia del fanatismo.

martes, 10 de agosto de 2010

La Franja de Gaza

A la Franja de Gaza no la quiere nadie. Salvo, por supuesto, el millón y medio de personas que la habitan, y que querrían hacer de sus 360 kilómetros cuadrados una parte del estado palestino al que no se le permite nacer. Setenta de cada cien de esos habitantes están situados por debajo de lo que las estadísticas llaman la línea de pobreza, y cien de cada cien viven expuestos a las miserias propias de la ocupación militar por parte del estado de Israel, que la ocupó por la fuerza en la guerra de los Seis días, en junio de 1967.

No la quiso Egipto en 1978, cuando pudo obtenerla por medio de los acuerdos de Camp David, que sellaron su paz con Israel, que ya no la quería. Mucho menos la quisieron los israelíes desde 1987 en adelante, cuando la Intifada, la rebelión en la que niños y jóvenes de Gaza se enfrentaron a pedradas contra las patrullas del ejército de ocupación, les demostró que la Franja era, como lo había anticipado su histórico lider Ben Gurion, “una bomba de relojería”.

Es que los palestinos de Gaza, además de pobres, son rebeldes desesperados. Por eso tampoco la quieren los dirigentes de Al Fatah, la organización palestina que se ha vuelto aceptable para israelíes y estadounidenses: como no pueden controlarla, prefieren dejarla en manos de sus rivales de Hamas, islamistas radicales ganadores de las últimas elecciones libres en los territorios ocupados, que no parecen dispuestos a rendirse.

Hamas es una organización a la que la Casa Blanca califica de terrorista. Sus votantes, por lo tanto, pueden ser privados del agua, pueden ser obligados al hambre y al desamparo. Los niños de Gaza pueden ser ametrallados mientras toman sol, y pueden ser destrozados por las mismas aplanadoras israelíes que demuelen las casas de sus familias.

Algunos diarios de hoy publican una breve noticia: los hospitales de Gaza están sin electricidad por falta de combustible. Eso podría provocar una crisis humanitaria. Con tanta humanidad sufriente, la expresión crisis humanitaria puede no significar mucho para los que allí viven y padecen. El apagón, en cambio, puede resultar un alivio para muchos de los poderosos del mundo. Porque a la Franja de Gaza no sólo no la quiere nadie: casi nadie la quiere ver. La oscuridad ayuda.

martes, 27 de julio de 2010

Pasión de historia

“Tome mi número de teléfono. Si quiere, la próxima vez que venga a Salta me llama, y lo llevo a la Quebrada de la Horqueta, donde lo hirieron a Güemes. No le cobro, sólo el combustible”. El viajero escucha las palabras del taxista, y se pregunta por qué, por enésima vez. Se lo ha preguntado cada vez que ha visto, en los edificios públicos, pero también en hoteles y en restaurantes, que no hay un solo sitio en que la bandera argentina no tenga a su lado una bandera salteña.

Si Martín Güemes está en todas partes y aparece diariamente en las conversaciones, pasa lo mismo con la batalla de Salta. Está en las faldas del cerro San Bernardo, donde los realistas pusieron el 20 de febrero de 1813 a los fusileros que más costó doblegar, porque en ese terreno no había caballería que valiese. Está en la casi abandonada finca de Castañares, donde pasó Manuel Belgrano la noche anterior al combate, rodeada ahora de la edificación urgente, apremiante, de los más pobres. Está en la iglesia de La Merced, donde se conserva la cruz de madera en la que Belgrano mandó escribir “a los vencedores y vencidos“, para clavarla en la fosa común en la que enterró a los muertos, en un rincón del campo de batalla. Un rincón al que sin querer le dio un nombre para siempre: Campo de la Cruz.

Los salteños saben su historia, en un país que las más de las veces se empeña en ignorar minuciosamente la suya. La saben, y la llevan puesta. El viajero, por momentos, cree que se trata de un malentendido, de un error, de una ficción. Después entiende que no, que es verdad, y que más temprano que tarde va a ir nomás a la Quebrada de la Horqueta, a conmoverse en el lugar en el que empezó a morirse Güemes. Como si fuera salteño.

martes, 13 de julio de 2010

Familia cristiana

Hacen bien. Hay que impedir eso que los perversos llaman matrimonio igualitario, en su absurda pretensión de igualdad ante la ley. El único modelo de familia es la familia cristiana. Una familia con una mamá y con un papá. La Virgen y San José. Eso es lo mejor para los niños. Los niños pueden entenderlo. Claro, pero esa mamá tuvo un hijo con otro, no con su marido, ¿eso no es pecado? ¿no es adulterio? Eso es lo que dice el catecismo. No, porque el otro era Dios. ¿Dios? ¿Dios, metiéndose entre un hombre y su legítima mujer? No, pero el hombre estaba de acuerdo, era como un menage a trois. Ahora, su mujer era virgen, o sea que el matrimonio, como dicen los cristianos, no se había consumado, ni se consumó nunca, porque ella, según la iglesia, murió virgen. Eso está bien, ¿o no? Es el ejemplo de la madre de Jesús y de su… bueno, ¿apropiador? No, padre adoptivo. Lo adoptó porque Dios no podía criarlo. Estaba ocupado y no tenía mujer. ¿No tenía mujer? ¿Y la virgen? No, la virgen era la mujer de San José. Además, el que la fecundó no era Dios, sino el Espíritu Santo. ¿Pero no eran lo mismo? No, bueno, no sé, más o menos. Bueno, como el hijo. ¿Cómo, como el hijo? Y, sí, el hijo también era la misma persona que el Espíritu Santo y que Dios padre. ¿El hijo era su propio padre? Y, sí, o más o menos. ¿Jesús era su propio suegro? ¿Dios es su propio hijo? ¿Quién es el cuñado? Demasiadas preguntas. Tienen razón. ¿Cómo explicarles a los niños que dos personas del mismo sexo pueden casarse? No podrían entenderlo.

martes, 22 de junio de 2010

Belgrano, el militante

A Manuel Belgrano habría que recordarlo como a un militante. En sus tiempos no existía esa palabra, y hoy está poco prestigiada. Pero él era eso, un militante de la revolución contra el Antiguo Régimen. Tenía casi cuarenta años en mayo de 1810, pero se había hecho revolucionario en 1789, cuando tenía menos de veinte. Entonces era estudiante en España, y desde allí seguía las noticias de la Gran Revolución de Francia. Fue en esa época, según contó en su autobiografía, que lo ganaron “las ideas de libertad e igualdad”: en adelante “sólo vería tiranos en quienes se opusieran a que todos los hombres gozaran de sus derechos”.

De vuelta en Buenos Aires, siguió militando. Como funcionario, impulsaba reformas democráticas. Como súbdito, conspiraba. La imagen más difundida de Belgrano dibuja un hombre blando, buenazo, casi inofensivo. Lo cierto es que en los días de mayo se ofreció para tirar personalmente al virrey por las ventanas del Fuerte si se negaba a entregar el poder, y que después del 25, cuando alguien tenía que hacerse general y hacer la guerra a miles de kilómetros de Buenos Aires, el que lo hizo fue él. No porque fuera dócil a los deseos de los demás, sino porque era un militante. También por eso levantó una bandera en 1812, y lo hizo al costo de ser castigado por su propio gobierno. Una bandera era una causa, y la causa era la revolución.

Como buen militante, se tomó en serio el trabajo de general, al punto de que José de San Martín lo definió como “el mejor de la América del Sur”. Belgrano había nacido para otra cosa, para otros trabajos. Pero tuvo que hacer la guerra. Probablemente habría hecho suyas las palabras del dramaturgo y poeta Bertold Brecht, otro militante, pero del siglo XX: "Nosotros, que queríamos preparar el camino para la amabilidad, no pudimos ser amables".

Al general, nadie lo narró mejor que José María Paz, militar brillante, observador agudo, que sirvió a sus órdenes durante casi una década: "Por más críticas que fuesen nuestras circunstancias, jamás se dejó sobrecoger del terror que suele dominar a las almas vulgares”. Cuando suponía un acto de cobardía en alguno de sus oficiales, el militante Belgrano mandaba al diablo sus modales refinados. Poco antes de la batalla de Ayohuma, a un oficial que avisó varias veces lo cerca que se oía el cañoneo enemigo, le mandó contestar: “Si tiene miedo, que se ate los calzones”. Él, por su parte, dice Paz, “fue siempre de los últimos que se retiró del campo de batalla, dando ejemplo, y haciendo menos graves nuestras pérdidas".

Murió a los cincuenta años, cuando su revolución ya era un sueño eterno, como ha escrito Andrés Rivera. A pesar de haber nacido en una familia de la élite porteña, y de haber ejercido el gobierno, y de haber sido general, y de haber mandado ejércitos, apenas si pudo entregarle al médico que lo atendía un viejo reloj de oro en pago de sus servicios. Cuando murió, un día de 1820, que ciento noventa años después acabamos de celebrar como el día de la Bandera, muy pocos en Buenos Aires registraron la noticia. Suele sucederles a los militantes.

viernes, 11 de junio de 2010

Fútbol Argentino

Tiene más orgullo que títulos. A sus amantes, eso no les importa. Ellos no se cuentan entre los que esperan que la Selección gane como sea. Con un cabezazo afortunado, después de un centro a la olla en un partido en que ha jugado mal, no. Tiene que haber Fútbol Argentino, que se escribe con mayúsculas porque es el nombre de una idea.

Durante un par de años vividos en Italia cuando era un chico de 12 o 13, el cronista supo que su orgullo nacional, incentivado por la lejanía, era inseparable de la manera en que trataba a la pelota Omar Sívori, que encandilaba a los italianos con la camiseta de la Juventus. Entonces empezó a amar el fútbol y a vislumbrar un particular modo de ser, el Fútbol Argentino, en el universo de ese juego.

Así nació una pasión que, por extraño que parezca, fue para siempre. Se acomodó ahí, al lado de otras que ya estaban, y tuvo que hacerles lugar a las que fueron llegando después, pero se quedó. La Selección fue su encarnación más fuerte. En 1973, un año por tantas razones significativo, la pasión encontró un objeto inolvidable: el equipo de Huracán que entrenaba César Luis Menotti. Ahí había Fútbol Argentino para regalar. Por eso, la llegada del Flaco a la dirección técnica de la Selección, después del Mundial del ’74, fue como la victoria final que se negaba en otros ámbitos.

Al cronista siempre lo ha sorprendido la identificación que algunos proponen entre Menotti y la dictadura. Por el contrario, en aquella época estaba seguro de que para los terroristas de Estado aceptar a Menotti en el lugar que tenía era una derrota. No solo por las ideas políticas que se le conocían, sino sobre todo por su manera democrática y popular de entender el juego, ese juego que era nada menos que el Fútbol Argentino.

El Mundial del 78 se jugó para el autor de estas líneas en una doble clave, la del odio a la dictadura y el amor al fútbol. No fue a ninguno de los partidos, pero vio todos los que pudo en su televisor blanco y negro. No fue al obelisco a celebrar el triunfo, pero lo celebró mucho, solo, para adentro. Ojalá que en Sudáfrica haya Fútbol Argentino, cualquiera sea el que se lleve el título, y que sus amantes lo celebren en la calle.

sábado, 22 de mayo de 2010

Un acto escolar

Y las celebraciones necesitan poco de la Historia, porque construyen su propia historia. Hoy me conmoví en el acto de la escuela primaria a la que van mis hijas pequeñas. Unos maestros inteligentes y con vocación, un puñado de niños con la esperanza intacta, la música de Blas Parera, la de León Gieco, la de Maria Elena Walsh en la voz de Mercedes, la de Lito Nebbia, unos versos de Enrique Santos Discépolo, la voz grabada de un niñito que después desaparecería y al que aún busca su abuela de Plaza de Mayo, un San Martín personificado por un pibe que dice que si somos libres lo demás no importa nada, una pequeña Evita que saluda a las mujeres que votan por vez primera en 1947, dos chicos que representan la primera huelga proletaria en el país, la de los tipógrafos de Buenos Aires en 1876. Y mucho más. Una historia colectiva, con tanteos, provisoriedades, avances, retrocesos, fiestas y tragedias. Una historia.

miércoles, 19 de mayo de 2010

Identidades

La Historia no sirve para las celebraciones. La fiesta del Bicentenario supone la idea de que el 25 de mayo de 1810 se descorrió el velo colonial que ocultaba a la Argentina, y que allí estaban los argentinos, listos para iniciar su camino entre las naciones libres del mundo. No es eso lo que dicen los historiadores.

Lo que dicen es que en aquel tiempo la palabra argentinos sólo podía hallarse en alguna obra poética o en algún texto retórico, conocidos por un reducido círculo, y que aludía apenas a los habitantes de Buenos Aires. Los habitantes blancos. No se llamaba argentinos a los porteños descendientes de africanos, ni a los indígenas, ni a los mestizos. Sí, en cambio, a los andaluces, castellanos, vascos o gallegos que vivían en la ciudad.

Nadie sabía entonces que medio siglo más tarde iba a existir la República Argentina en una parte del territorio del Virreinato del Río de la Plata, ni que los nativos de Salta, Córdoba o Mendoza iban a compartir con los de Buenos Aires ese gentilicio: argentinos. El historiador Fabio Wasserman ha señalado que en 1810 esa identidad y ese futuro, que terminaron por imponerse, no eran los únicos posibles. La Historia es más rica, más contradictoria, más productiva y más feroz que las efemérides.

En 1820, un comerciante que hizo noche en una posta cercana a la cañada de Cepeda, donde se habían batido hacía poco el ejército del Director Supremo José Rondeau con el que mandaban el entrerriano Francisco Ramírez y el santafesino Estanislao López, se espantó al ver a una veintena de cadáveres de combatientes directoriales, argentinos, medio descompuestos ya, a los que se comían los ratones. “Haga que los entierren”, le reclamó al maestro de posta. “No haré tal cosa, me recreo con verlos: son porteños”, respondió el paisano.

Cuatro años antes, el 9 de julio de 1816, el Congreso de Tucumán había formulado la declaración de Independencia que comúnmente se considera argentina. Pero la entidad política que se declaraba independiente se llamaba Provincias Unidas de la América del Sur, y los firmantes representaban a algunas de las que más tarde serían provincias argentinas y a otras que lo serían de Bolivia. La declaración fue impresa en castellano, en quechua y en aymara.

En 1839, los jóvenes románticos que editaron en San Juan el periódico El Zonda relataron cómo habían elegido ese título. Alguien había propuesto El patriota argentino, pero los demás lo desecharon: el término argentino estaba desacreditado, dijeron, pero sobre todo no era sanjuanino. Uno de ellos se llamaba Domingo Sarmiento. Tendrían que pasar casi treinta años para que ese hombre presidiera una república llamada Argentina.

El propio Padre de la Patria, José de San Martín, atravesó la cordillera al frente de un ejército al que no llamó argentino sino de los Andes. Su bandera tampoco era la de Manuel Belgrano, ya reconocida oficialmente por las Provincias Unidas, y que andando el tiempo sería la bandera argentina. La que levantó San Martín era, como el ejército, de los Andes. Con ella hicieron la campaña oficiales argentinos y chilenos, criollos de Cuyo y del Litoral, africanos de Buenos Aires y mestizos de muchas provincias. No había un único futuro posible. Tampoco lo hay ahora, doscientos años después.

jueves, 6 de mayo de 2010

El Bicentenario y el pueblo


Hace cien años, la República Argentina tiraba la casa por la ventana en la celebración de su primer centenario. Había pasado un siglo desde que en Buenos Aires, capital del Virreinato del Río de la Plata, una Junta de gobierno reemplazó al virrey Baltasar Cisneros, cuya autoridad había quedado reducida a nada por el derrumbe de la monarquía española. Ese día empezó una gesta, en la que participó cada vez más un pueblo politizado y en armas. Los que manipularon esa historia extendieron después el certificado: el 25 de mayo de 1810 nació la patria de los argentinos. De acuerdo con esa partida de nacimiento, ahora toca festejar el bicentenario.

Aquel primer Centenario fue la fiesta de los que habían logrado quedarse con los beneficios de setenta años de guerras civiles. Miles y miles de pobres y desconocidos criollos, indios y africanos habían muerto durante el siglo anterior para que fueran posibles sus cuentas bancarias, sus palacetes y sus estancias. Dueños de la tierra, del trigo y de la carne, de los ferrocarriles y del puerto, regenteaban con brutalidad un país en el que trabajaban y sufrían, además de los antiguos pobladores, los recién llegados inmigrantes de todas partes del mundo.

Apenas un año antes de la gran fiesta, el 1º de mayo de 1909, la policía montada que mandaba el coronel Ramón Falcón masacró a decenas de trabajadores anarquistas que se habían concentrado en Plaza Lorea. Cumplía órdenes del Presidente José Figueroa Alcorta, cuyo nombre - que entonces era conocido por su furia contra el movimiento obrero - campea hoy en una de las más elegantes avenidas de Buenos Aires, que atraviesa el barrio de querer y poder. Algunos años después, el mismo Falcón sería muerto por el anarquista Simón Radowitzky en la esquina de Callao y Quintana, y premiado póstumamente con su nombre en otra calle de Buenos Aires.

Era una Argentina cruel, la del Centenario. En esos primeros cien años, sin embargo, le pesara a quien le pesase, se había amasado un pueblo, de orígenes múltiples pero con una identidad cada vez más afianzada: en el siglo XX ya había un pueblo que se llamaba a sí mismo argentino, y que estaba dispuesto a dar pelea por las condiciones de su propia vida. Ese pueblo lloró a muchos muertos: en las calles de Buenos Aires durante la Semana Trágica de 1919, en los campos de la Patagonia en 1921, en la Plaza de Mayo bombardeada en junio del 55 y en los basurales de José León Suárez en el 56, en todo el país durante la última dictadura, en el Puente Pueyrredon hace apenas siete años. Ese pueblo, además, trabajó, produjo, cantó, escribió, creó. Si este país va a celebrar el Bicentenario de lo que sea que haya empezado aquel 25 de mayo, será bueno que el mejor homenaje sea para él.

jueves, 15 de abril de 2010

Qué les puede faltar

“El Señor es mi pastor, qué me puede faltar”, suelen cantar los fieles católicos en sus celebraciones rituales. El Señor, que es su pastor, tiene en la Tierra una poderosa organización que se encarga de cumplir y hacer cumplir con mano firme sus directivas. La encabeza el papa de Roma, rey absoluto, pastor de pastores.

Últimamente, la organización está siendo abrumada por denuncias: un número incalculable de menores, las más inocentes ovejas de su rebaño, han sido víctimas de abuso sexual por parte de algunos de sus pastores. Los sucesivos escándalos han sido hasta ahora la característica principal del reinado de Joseph Ratzinger, más conocido como Benedicto XVI, el pastor alemán que se sienta en el trono de Pedro desde hace unos cinco años.

La vergüenza es tan grande que los máximos jerarcas de la teocracia vaticana han salido a practicar refutaciones: que son mentiras insidiosas, que quieren minar la fe del pueblo de dios. Como algunos católicos descontentos culpan de la costumbre de abusar al celibato sacerdotal, el segundo de Ratzinger ha respondido que la verdadera culpa es de la homosexualidad, ese vicio del que ellos abominan y que se ha colado endemoniadamente en campo sagrado. Parece mentira, pero es así: discuten si la culpa de que la Iglesia sea abusadora serial es de que los curas sean célibes o de que entre ellos haya homosexuales.

Cualquiera que haya sido instruido durante su niñez en las doctrinas y preceptos de la Santa Madre Iglesia guarda un puñado de recuerdos imborrables. Uno, que a los siete años su confesor lo apremiaba para que contara con detalles si había tenido experiencias eróticas con alguna niña, mientras lo amenazaba con las torturas para toda la eternidad que el infierno deparaba a quienes no confesaban minuciosamente sus pecados. Otro, que a los doce o trece años sufría por no ser capaz de impedir que su mente se deslizara hacia lo que sus pastores llamaban genéricamente “malos pensamientos”, y que también eran castigados con sufrimientos sin término.

Resulta por lo menos extraño que alguien se pregunte cómo es posible que sea tan frecuente el abuso sexual en una institución que durante siglos ha desarrollado y perfeccionado obsesivamente la práctica del abuso intelectual y del suplicio moral de millones de niños y jóvenes. En ese rebaño sometido por la represión, la amenaza y el miedo, buena parte de las víctimas son niños pobres y solos. Otros son llevados a la iglesia por sus propias familias, a cantar que el Señor es su pastor. Qué les puede faltar.

viernes, 2 de abril de 2010

El país que no supo desertar *





A fines de la segunda guerra mundial, en 1943, un partisano antifascista italiano postuló que había que demoler los monumentos a los caídos por la patria y reemplazarlos por otros que recordaran a quienes habían desertado. “Los monumentos a los desertores – escribió – representarán también a aquellos que murieron en la guerra, porque cada uno de ellos murió maldiciendo la guerra y envidiando la felicidad del desertor. La resistencia nace de la deserción”. En abril de 1982, buena parte de la sociedad argentina propició, por acción u omisión, la muerte por la patria de miles de sus jóvenes en una guerra diseñada y provocada por una dictadura que ya tenía a 30.000 víctimas sobre sus espaldas.

Para muchos argentinos, sobrevivientes de la represión que se había desencadenado en 1976, la noticia del desembarco militar en las islas Malvinas tuvo el efecto de un martillazo. Llevaban seis años de odio, de miedo, de rabia. Odio a la dictadura, miedo por sus propios cuerpos, rabia por una derrota histórica que sabían muy difícil de remontar. Contaban uno a uno a los amigos y compañeros desaparecidos, o asesinados, o presos, o en el destierro. Sabían, oscuramente, que funcionaban en el país campos de concentración en los que los prisioneros eran militantes populares, intelectuales, combatientes armados, trabajadores. No sabían con certeza cuántos eran esos campos ni donde estaban. Pero sí sabían quiénes eran allí los prisioneros y quiénes los verdugos.

El 2 de abril, los ejecutores de las políticas más ferozmente antipopulares que había experimentado el país se presentaron como emancipadores, como adalides de una lucha anticolonial. Entre los adversarios de la dictadura hubo desde el principio quienes sostuvieron que se trataba de una maniobra para legitimar un poder que empezaba a agrietarse, y que había que repudiarla. Pero ganó la confusión. Tal vez, decían algunos, la necesidad de hacer frente al imperialismo fuerce a los militares a abrir el juego político interno y a desatar una dinámica que termine por devorarlos. Otros se empeñaban en deslindar la causa de la recuperación de las islas, que juzgaban justa, de aquellos que la habían promovido.

Los héroes del momento eran el teniente de navío Alfredo Astiz, que presuntamente defendería las islas Georgias al mando de un reducido cuerpo de élite, y el teniente coronel Mohamed Ali Seineldin, que al frente de sus infantes había entrado majestuosamente al trote en el indefenso Puerto Stanley, después rebautizado Puerto Argentino. Aunque no se dijera públicamente, había ya en el país quienes sabían que uno era un torturador de la Escuela de Mecánica de la Armada y el otro un instructor de aspirantes a secuestradores y asesinos. El dato era macabro: la Junta de Comandantes les agradecía los horrorosos servicios prestados facilitando su ascenso a héroes nacionales a la luz del día. Para eso servía la toma de las Malvinas.

A medida que se aproximaba al archipiélago la flota británica, y con ella el inevitable inicio de las hostilidades, los medios de comunicación hacían cada vez más intenso el alboroto patriotero y obsecuente. En la calle, aquellos que vivían satisfechos bajo el terrorismo de estado, los que meses después jurarían que nunca habían sabido nada de lo que pasaba en el país, se agolpaban junto a los móviles de la televisión para festejar por anticipado el triunfo que seguramente las armas de la patria iban a conseguir contra los agresores ingleses. El griterío chauvinista aturdía.

En las islas, los jóvenes conscriptos también parecían orgullosos, entusiastas y confiados, al menos mientras hablaban frente a las cámaras. Todavía no había empezado la siembra de muerte, y probablemente tampoco el hambre ni el frío. La solidaridad colectiva con esos adolescentes empujados con perversión a la catástrofe no procuraba sacarlos de allí. Se limitaba a mandarles bufandas, cartas y chocolates. Si morían, que lo hicieran abrigados.

Una vez iniciada la batalla, la campaña de desinformación orquestada por las fuerzas armadas fue una nueva prueba, por si hacía falta, de que el verdadero enemigo de los comandantes en jefe, el enemigo al que había que engañar y desconcertar, no era la armada británica sino el pueblo argentino, del que los soldados formaban parte. Todos los que estaban en capacidad de hacerse oír, sin embargo, seguían enarbolando banderas de guerra.

Finalmente, las bombas y las balas de los británicos barrieron el triunfalismo y la mentira. También barrieron las vidas de centenares de esos muchachos, convertidos en nuevos desaparecidos del terrorismo de estado, unos desaparecidos que no lo eran por haberse opuesto a la dictadura sino por no haber tenido otra opción que obedecerla. Los conscriptos combatientes que no murieron en las islas salvaron la piel pero no la vida, y terminaron condenados a la inexistencia por una sociedad que castigó en ellos su propia vergüenza.

Es que en ese desdichado país que fue a la guerra en 1982 a las órdenes de sus opresores, nadie fue capaz, por una razón o por otra, de decir en voz bien alta que el único camino digno era el de luchar de frente contra esa insensatez, el de ofrecerles a los adolescentes soldados la opción de la desobediencia, el de llamarlos a la deserción, el de acompañarlos, en fin, en un grito de adiós a las armas que dejara solos a los dictadores en su funesta mascarada. No importa cuál hubiera sido el resultado de ese grito. Veinticinco años después, la sociedad argentina tendría menos vergüenza. Y se levantarían monumentos a los desertores.

Ulises Muschietti


* Esta nota fue publicada en abril de 2007 en MV Prensa.com.ar, dirigida por Tomás Vela.

martes, 23 de marzo de 2010

Una noticia del '76



El recorte, amarillento, es de La Opinión del viernes 26 de marzo de 1976. Tal vez sea excesivo llamarlo recorte: es un pedazo de papel cortado a mano, con apuro, sin cuidado alguno. Lo encontré años después, entre las páginas de un libro. No consigo recordar el momento en el que leí la noticia, ni lo que pensé, ni para qué quise guardarla.

Esto es lo que dice: “Un activista que incitaba e impedía el retorno de operarios al trabajo en la zona de Plaza Constitución, fue abatido, en la noche del miércoles, por una patrulla de fuerzas de seguridad. La información fue suministrada a través de un comunicado del Comando de Zona 1 en el que se señala que los efectivos de seguridad sorprendieron a un activista que incitaba al cese de actividades y trataba de impedir la concurrencia al trabajo de algunos operarios, siendo abatido por el fuego”.

La lectura de esa noticia, en ese momento, me explico a mí mismo, debe haber sido impresionante: incitaba a la huelga y fue abatido por el fuego. Ni siquiera se ponía en juego la batería de mentiras a la que íbamos a habituarnos: enfrentamiento armado, tentativa de fuga, arsenal escondido. No. Incitaba a sus compañeros (empleaba la palabra), y fue baleado por las fuerzas de seguridad. Fue asesinado en la calle, desarmado, porque quería que sus compañeros pararan. El comunicado no pone ni siquiera su nombre. NN. Desaparecido.

Tal vez la noticia me golpeó como anuncio, o confirmación, de lo que iba a suceder. Tal vez para eso, pienso, la incluyó en la página un trabajador de prensa que echaba, así, una botella al mar: “Sépanlo todos, esto es lo que viene”. Hay otra posibilidad. Los mecanismos no estaban todavía del todo aceitados. Alguien escribió mal, y escribió de más. Otro alguien se dio cuenta y lo publicó. Todavía hoy, 34 años después, los asesinos siguen negando lo que hicieron. En un desprolijo recorte, entre las páginas de un libro, hay una noticia que ya no es una advertencia. Es una confesión.

miércoles, 10 de marzo de 2010

La cincha



Según los mejores diccionarios de la lengua española, la cincha es una faja que se ajusta alrededor del vientre de la cabalgadura, para que la silla no se mueva. Más allá de los saberes académicos, cualquiera que alguna vez haya visto de cerca un caballo ensillado sabe lo que es una cincha. Hay muchos que lo saben aun sin haber jamás visto de cerca un caballo. O una yegua.

El 5 de marzo pasado, la veterana periodista Silvina Walger firmó en el matutino La Nación una columna acerca de la presidenta Cristina Fernández. El texto se mofa, con un sarcasmo que se pretende elegante, del “inevitable cinturón ancho” que lucía “la Señora” en una nota del canal CNN. “Otras veces”, se solaza Walger, “suele llevar una cincha muy apretada”. Una cincha.

Walger escribe que la Presidenta “suele llevar una cincha muy apretada”. Ella es una periodista que disfruta de un cierto renombre. Escribe en el diario La Nación, una “tribuna de doctrina” que fundó Bartolomé Mitre en 1870, un emblema del periodismo culto, aristocrático.

No se conforma con eso, Walger. También llama a la Presidenta y su marido “la pareja reinante”, una pareja a la que administra un diagnóstico clínico: paranoia. Además, como al pasar, pone en duda que Leopoldo Galtieri haya sido un asesino, y desliza que peor que un golpe de Estado es que un presidente quiera “eternizarse en el cargo”, aunque sea mediante elecciones democráticas. Su blanco preferido, sin embargo, es Cristina Fernández, a quien define como famosa, “como Imelda Marcos y Evita, por sus 800 pares de zapatos”.

El autor de estas líneas se reconoce ignorante y pobremente informado. Nunca escuchó que la Presidenta tuviera 800 pares de zapatos, ni que a ellos debiera su buen o mal nombre. Pero también debe admitir que nunca supuso que la Presidenta, una mujer, usara cincha, como si fuera una yegua. Y le cuesta pensar que alguien pueda poner una cosa así en negro sobre blanco. Mucho menos una columnista de La Nación, un diario tan leído por la buena gente del campo, que seguramente sabe muy bien lo que es una cincha.

sábado, 20 de febrero de 2010

El grado de un coronel

Cuando muere un militar, sus camaradas se lo toman en serio. Los compañeros de promoción del Colegio Militar concurren en masa, dicen discursos, cuentan anécdotas. Los compañeros de promoción del coronel Ulises Muschietti eran, entre otros, Jorge Videla, Roberto Viola, Guillermo Suárez Mason. La flor y nata del Terrorismo de Estado. Podrían seguir los nombres.

En el velatorio del coronel Muschietti, mi viejo, en marzo de 1988, apenas había militares. Uno que sí estaba era el teniente coronel Jorge Mittelbach, bastante más joven que mi viejo, que había sido su defensor ante un tribunal militar. Es que Mittelbach se había negado a participar de la guerra sucia en Tucumán, y había echado a patadas de un regimiento de Campo de Mayo a un grupo de torturadores durante la dictadura de Alejandro Lanusse. Por eso nunca ascendió a coronel, ni siquiera durante el gobierno de Raúl Alfonsín, que lo postergó hasta que pidió su retiro. (*)

A mi viejo, sus compañeros de promoción habían dejado de quererlo. No era para menos. Alrededor de 1980, si no recuerdo mal, el Ejército decidió publicar un libro que debía constituirse en la justificación histórica de la represión ilegal. El cuerpo central del libro se titulaba El legado del presente. Antes, debía ir El legado del pasado. Se lo encargaron a mi viejo, retirado desde diciembre de 1965, pero muy conocido por su trabajo como historiador militar.

El legado del pasado según el coronel Muschietti resultaba indigerible para ellos. Allí estaba José de San Martín prohibiendo en 1818 a sus soldados derramar una sola gota de sangre fuera del campo de batalla, sosteniendo que la Patria no arma a sus hijos para que la deshonren con sus crímenes, y que los soldados del Ejército de los Andes que entraran por la fuerza en la casa de ciudadanos desarmados serían castigados de tal modo que ni la memoria de su nombre permanecería entre nosotros. Allí se decía también que un militar no es el dueño del grado que luce en sus charreteras, sino que ese grado sólo le ha sido entregado en custodia, porque pertenece a la Nación, y a ella debe devolverlo a la hora de su muerte, tan limpio como lo recibió.

Ese texto nunca fue publicado por el Ejército, pero sirvió en cambio al fiscal Julio Strassera para su alegato contra los comandantes en el juicio a las Juntas Militares, en 1985. Mi viejo devolvió su grado a la Nación como él creía que debía hacerlo. Sus compañeros de promoción no estaban allí para verlo.

(*) Cinco meses después de la redacción de esta nota, en julio de 2010, Federico Mittelbach, ya retirado, fue ascendido a coronel por orden del Presidente Néstor Kirchner. (Nota del Editor)

martes, 5 de enero de 2010

Salud, Alfredo


La noticia fue como un mazazo. Era el 17 de enero de 1989. En la redacción de El Periodista, donde hasta ese momento sólo se pensaba en el ascenso de Carlos Menem, que avanzaba hacia la presidencia, en la interna del Ejército, donde la estrella del general Isidro Cáceres brillaba por encima de la de Martín Balza, y en los setenta años de la Semana Trágica, alguien pegó el grito: “Murió Zitarrosa”. Hubo un silencio macizo, duro. Después, ojos húmedos y gargantas ahogadas. Algunos se fueron a la calle, solos, o a la mesa del boliche de enfrente, a tomar un vino y a esperar que volvieran las palabras. Nadie quería escribir la necrológica, pero todos habríamos querido hacerlo.

¿Qué poner? Tal vez, que la música popular del Río de la Plata no era la misma desde que Zitarrosa cantó por primera vez que Becho tenía “cara de chiquilín sin maestra”. O que nos habíamos sentido culturalmente inaugurados el día o la noche en que le oímos decir que “cuando el pueblo las canta, recién empieza la vida de las coplas y su certeza”. O que habíamos llorado de amor, con él: “Qué pena que no me duela tu nombre ahora”.

O que Guitarra Negra nos había colocado exactamente, con dolor y con rabia, con emoción, con tristeza, con orgullo, con olor a derrota y a futuro, en la encrucijada precisa de nuestra época. Y que habíamos temido por su suerte en el exilio, sin pensar en que nosotros estábamos aquí, en medio de la tormenta perfecta, porque lo queríamos, porque sabíamos que nos quería, porque estábamos seguros de que él andaba por el mundo como “un south american singing”, según se definió en Australia, y eso nos hacía bien, aunque más no fuera.

Para el que suscribe, entre los recuerdos ligados a enero, siempre prevalece el de que Alfredo Zitarrosa nos abandonó por primera y última vez, porque no pudo más, o porque no pudimos sostenerlo, o porque el amor no alcanzó. Por suerte para nosotros, el Loco Antonio sigue fumando junto al puente de fierro, Prudencio Correa se sigue arremangando en el minuto final, la bailarina sigue yendo hacia el atleta, y aún ahora, con toda esta pena, viene un viento muy fresco del mar. Salud, Alfredo.