
Después pregunta si alguien se haría ilusiones con respecto al pedazo de papel blanco que agita delante de su propia cara. Una chica, parada junto a la puerta, le dice, o él dice que le dice, que sí, que ella se hace ilusiones. Entonces él le prende fuego al papelito, que se transforma, otra vez delante de los ojos de todos, que ya son algunos más, en una flor de papel. Se la regala a la chica.
Como suele suceder, sólo algunos de los pasajeros del subte, que huyen del centro alrededor de las siete de la tarde, lo miran francamente. La mayoría sigue con su lectura, o con la música conectada a los oídos, o con lo que sea. Pero miran de reojo al audaz extranjero que los interpela. Él inicia un discurso acerca de la forma del planeta según las creencias del pasado remoto y del menos remoto, y aprovecha para que en su mano derecha un cubo se cambie por una esfera y después por un óvalo, sin aparente intervención humana.
A esa altura, ya son unos cuantos los que observan sin disimulo. El muchacho, entonces, se lanza a un discurso más comprometido, y mientras saca pañuelos sueltos de una bolsa vacía, exhorta al público a que se mire a los ojos porque nada puede hacerse de a uno, dice, y en cambio todo puede hacerse si se entrelazan las voluntades. Para el asombro general, los pañuelos empiezan a salir anudados.
El ilusionista ha dado en algún clavo, porque ahora son muchos los que miran de frente, se escuchan aplausos espontáneos, y hasta se advierten sonrisas sin disimulo. El muchacho, después, pasa el sombrero, y no son pocas las manos que se hunden en los bolsillos para volver a salir con una moneda, y aun con algún billete de dos pesos. Hay un talento que anda suelto en el subte.