
Si Martín Güemes está en todas partes y aparece diariamente en las conversaciones, pasa lo mismo con la batalla de Salta. Está en las faldas del cerro San Bernardo, donde los realistas pusieron el 20 de febrero de 1813 a los fusileros que más costó doblegar, porque en ese terreno no había caballería que valiese. Está en la casi abandonada finca de Castañares, donde pasó Manuel Belgrano la noche anterior al combate, rodeada ahora de la edificación urgente, apremiante, de los más pobres. Está en la iglesia de La Merced, donde se conserva la cruz de madera en la que Belgrano mandó escribir “a los vencedores y vencidos“, para clavarla en la fosa común en la que enterró a los muertos, en un rincón del campo de batalla. Un rincón al que sin querer le dio un nombre para siempre: Campo de la Cruz.
Los salteños saben su historia, en un país que las más de las veces se empeña en ignorar minuciosamente la suya. La saben, y la llevan puesta. El viajero, por momentos, cree que se trata de un malentendido, de un error, de una ficción. Después entiende que no, que es verdad, y que más temprano que tarde va a ir nomás a la Quebrada de la Horqueta, a conmoverse en el lugar en el que empezó a morirse Güemes. Como si fuera salteño.