
Mientras celebraban la resurrección de entre los muertos del improbable Jesús de Nazareth, de cuya existencia histórica hay tantos indicios como de las de Hércules, Tarzán o el Rey Arturo, los obispos de la iglesia argentina criticaban en sus homilías el abandono de la niñez por parte del Estado argentino.
Se referían, claro está, al Estado argentino gobernado por Cristina Fernández, que ha instituido
No se referían, en cambio al Estado argentino que presidía Carlos Menem, que defendía a capa y espada los derechos del niño por nacer mientras mataba de hambre a los niños nacidos. Tampoco se referían al Estado argentino que presidía ilegalmente Jorge Videla, que obligaba a parir a las militantes populares en campos de concentración para después robar a los bebés y repartirlos entre los asesinos y torturadores de sus padres. En esos tiempos, los obispos argentinos, salvo escasísimas y honrosas excepciones, sólo expresaban beneplácito para con el poder político.
Mentiras y fábulas groseras para apaciguar a los débiles, complicidad y obsecuencia con los poderosos, con los explotadores, con los represores de los pueblos. Esa y no otra es la fórmula que emplea la iglesia católica desde hace por lo menos mil ochocientos años, cuando el emperador romano Constantino facilitó a los cristianos el salto de perseguidos a perseguidores.
Jesús de Nazaret sigue todavía resucitando entre el incienso y los vítores de ensotanados mentirosos o mitómanos, perversos, pedófilos y otras lindezas. Sin embargo, hay algo que se está moviendo bajo los pies de los curas y ellos lo saben. Es que a principios del siglo XXI, las patas de las resurrecciones falsas empiezan a hacerse, por fin, cada vez más cortas.
La ilustración reproduce una obra de León Ferrari.