domingo, 25 de septiembre de 2011

Ser Sarmiento


El bicentenario del nacimiento de Domingo Sarmiento, el 15 de febrero pasado, pasó sin pena ni gloria. No es para menos. Esta posteridad, la que los argentinos constituyen hoy, no le perdona al sanjuanino la represión feroz de los paisanos riojanos durante la guerra de policía que encabezó contra Vicente El Chacho Peñaloza en 1862 y 63,  ni la masacre de los entrerrianos de Ricardo López Jordán a partir de 1870, ni el fervor con el que celebró el exterminio del pueblo paraguayo por parte de la Triple Alianza, entre 1863 y 1870.

En la Argentina posterior a la dictadura de los terroristas de estado, la memoria del que reclamaba sangre de gauchos no puede hallar un lugar apacible. Es que cada momento presente le pregunta cosas diferentes al pasado. Quienes se ocupan de descubrir y de escribir la historia saben que hubo otras épocas en las que el pasado de Sarmiento daba respuestas más satisfactorias.

Durante más de un siglo, por caso, este país celebró el laicismo y la gratuidad de una educación pública, empujada por Sarmiento, que contribuyó poderosamente a construir una argentinidad inclusiva para miles y miles de trabajadores de todo el mundo que llegaron aquí como inmigrantes. En los años sesenta y setenta, se solía reconocer en él al mayor crítico de la Argentina oligárquica de los años de Julio Roca, y se lo reivindicaba por su reclamo de que toda la pampa fuera Chivilcoy, donde había fundado una colonia agrícola de pequeños propietarios rurales.

Tal vez se trate de que la vida de Sarmiento fue una vida larga, y de que a lo largo de esa vida hubo más de un Sarmiento. Había nacido exactamente nueve meses después de la Revolución de Mayo, un dato que convirtió en motivo de jactancia: él era el primer hijo de la Patria. El hombre siempre tuvo en alta estima su propia figura. Alguna vez, a quien le proponía una alianza indeseable que habría podido llevarlo al gobierno nacional, le respondió airado: “Soy Sarmiento, que vale mucho más que ser Presidente por seis años”.

En algo más fue empecinadamente coherente: “No quiero curas en mi lecho de muerte, ni aunque yo lo pida – murmuró, cerca del fin, en el oído de su hija – Que un momento de debilidad no empañe la dignidad de toda una vida”. Tenía 77 años cuando murió, en Asunción, en la tierra a cuyos hijos había denostado un cuarto de siglo antes.

En el mes que termina, el de su muerte, en la Biblioteca Nacional se le rindió el homenaje que en el bicentenario de su nacimiento le negó un país que mayormente lo deplora. De todos los Sarmiento que han quedado en la memoria colectiva, el homenajeado fue aquel que cuando tenía poco más de treinta años, exiliado en Chile, escribía noche tras noche en un cuarto de pensión. Y lo que escribía era el Facundo. Aunque eso no lo absolvería de sus culpas posteriores, ese hombre estaba fundando la literatura argentina.

1 comentario:

  1. Me gustó mucho. Todo, pero particularmente tu forma de resaltar lo bueno y de mencionar lo malo con firmeza pero sin pegar al que está en el piso, cuando el argumento en contra es más que obvio. Cuando explicaste en tu blog el por qué de "veinte cargas" noté esto que te remarco, y ahora lo vuelvo a ver.

    Subcomediante Marcos

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