
Artigas, como se sabe, perdió su batalla, y la Revolución tomó otros rumbos. Los infelices que se batieron con él a ambos lados del Río de la Plata quedaron infelices y sin tierra. Tuvieron que seguir luchando, ellos, sus hijos y sus nietos, en condiciones históricas cambiantes, en nuevas relaciones sociales. Emigraron a las ciudades. Fueron soldados, peones, changarines, obreros de la construcción, del puerto, de los ferrocarriles. Dejaron de ser los infelices para ser la clase trabajadora de este país.
Una clase trabajadora que se organizó en sindicatos y partidos, y peleó por sus derechos, que los obtuvo como ninguna otra en América del Sur, y que una y otra vez estuvo dispuesta a jugarse libertad y vida por la justicia. Y que fue la más castigada por el Terrorismo de Estado y por el capitalismo salvaje que se abrió paso primero con Jorge Videla y José Martínez de Hoz, y se consolidó después con Carlos Menem y Fernando de la Rúa. Para 2003, demasiados trabajadores se habían quedado sin trabajo, sin derechos, sin casa. Pobres, indigentes, marginados, excluidos. Otra vez, infelices, sin mejor calificación.
Ahora los infelices lo son un poco menos que hace ocho años. No son los más privilegiados, como quería Artigas, pero muchos de ellos han empezado a creer que vale la pena ir por más. El rumbo empezó a torcerse cuando Néstor Kirchner asumió la presidencia y aseguró que el rol del Estado era poner igualdad allí donde el mercado ponía exclusión. Cristina Fernández proclama ahora que la tarea no va a estar cumplida mientras haya un solo pobre en el país. Para que eso se haga, hay que impedir que los propietarios enemigos de la justicia y sus representantes políticos vuelvan a ganar la batalla. El domingo, a Cristina la van a acompañar los votos de la mayoría. Y la esperanza de los infelices.