domingo, 4 de marzo de 2012

Otra vez Iran

Suenan fuerte los tambores de guerra. Si hablamos mucho de ellos, tal vez contribuyamos a neutralizarlos. El objetivo es Iran. A fines de 2006, después de doce meses en que la amenaza estuvo viva día tras día, escribí esta nota: "El año en que no atacaron a Iran". Ojalá este año termine igual. 



En febrero pasado, el Presidente George Bush todavía alardeaba, en su discurso sobre el Estado de la Unión, con que sus muchachos estaban ganando una guerra en el lejano Irak, donde construían un mundo sin tiranos. Las informaciones que todo el planeta conocía autorizaban a pensar lo contrario. Desde que la Casa Blanca anunciara su triunfo sobre el régimen de Saddam Hussein, en mayo de 2003, las tropas estadounidenses habían acumulado sólo fracasos en su lucha contra la enconada resistencia iraquí.

Sin embargo, el descomunal poderío militar de la súper potencia y su necesidad de hacer uso de él hacían temer que los dueños del poder en Washington intentaran todavía una fuga hacia adelante mediante la extensión del conflicto. En ese sentido, las persistentes amenazas contra Irán, con el pretexto del supuesto peligro que entrañaba su programa nuclear, permitían suponer que Bush y los suyos estaban dispuestos, a pesar de todo, a atacar de nuevo.

Por lo pronto, se había puesto en marcha una pertinaz campaña de prensa en todo el mundo. Si Mahmoud Ahmadinejad, presidente de Irán, anunciaba por ejemplo que en caso de que su país fuera atacado se vería obligado a defenderse, los titulares de diarios, agencias de noticias y canales de televisión aseguraban que él había insistido en amenazar a Occidente entero. Más allá de las características regresivas del régimen islamista de Teherán, la propaganda estadounidense se parecía demasiado a la que durante todo 2001 había castigado al Afganistán de los talibanes, y el año siguiente al Irak de Hussein. Una verdadera preparación del decorado militar.

Estaba claro, sin embargo, que si emprendía una nueva guerra en Oriente Medio, Bush iba a tener que hacerlo sin el compacto apoyo del establishment de su país, una parte del cual ya había comprendido para entonces que los métodos de los halcones de la Casa Blanca y su visión del mundo sólo podían conducir a nuevas frustraciones. A fines de abril, el columnista del New York Times Thomas Friedman interpelaba a los norteamericanos: "Si ésta es nuestra única alternativa, ¿qué preferiría usted? ¿Un Irán con armas nucleares o un ataque contra sus centros atómicos que fuera lanzado y vendido al mundo por el equipo de seguridad nacional de Bush, con Donald Rumsfeld al frente del Pentágono? Yo prefiero un Irán con armas nucleares".

Los tambores de una nueva guerra sonaban fuerte, a pesar de que el historiador Immanuel Wallerstein se preguntara públicamente si en la Casa Blanca podían estar hablando en serio. Allí, en la sede del poder, los allegados al presidente se limitaban a responder que todas las opciones estaban sobre la mesa.

Las cosas se agitaron trágicamente en el verano boreal. Israel, aliado y protegido de Washington en la región, descerrajó a mediados de julio una brutal ofensiva contra el Líbano, con el alegado propósito de aniquilar a los terroristas de Hezbollah. A lo largo de todo un mes se extendió la siembra de muerte y desolación, pero también la resistencia, de impensada eficacia. La conocida vinculación de la milicia chiíta libanesa con la teocracia iraní permitió a los observadores barajar la hipótesis de que Israel estaba intentando, mediante la política de los hechos consumados, arrastrar a su protector a la confrontación. El prestigioso periodista estadounidense Seymour Hersh llegó a denunciar, en agosto, que el ataque al Líbano no era otra cosa que un ensayo general previo al zarpazo contra Irán, y que el Pentágono había participado de su planificación.

Pero las cosas no terminaron bien para los agresores. A pesar de la enorme cantidad de víctimas libanesas, no hubo victoria israelí. Bush, que había respaldado sin disimulo la operación de sus aliados, pagó la apuesta con una nueva derrota política. En Irak, en tanto, en esos mismos días la resistencia se hacía todavía más intensa. Según asegura el Pentágono, el número de ataques sufridos por sus tropas y por las del gobierno títere de Bagdad trepó 22 por ciento desde mediados de agosto, para alcanzar a 959 por semana.

Cifras aparte, a medida que se aproximaban las elecciones de noviembre en Estados Unidos el desastre de la ocupación -y el de la política mediooriental de Bush en su conjunto- se hacía cada vez más visible. Y cada vez más voces lo hacían público. Sobre la derrota republicana en los comicios, que finalmente sucedió, vino a apoyarse el informe de la comisión bicameral sobre Irak, que no vacila en recomendarle al presidente que saque a sus tropas del pantano, y que negocie con Irán. El 20 de diciembre, un confundido Bush, lejos de su obcecado triunfalismo, admitió que los suyos no están ganando la guerra. Ya había despedido a Donald Rumsfeld y lo había reemplazado por Robert Gates, un conservador realista, que no para de formular declaraciones acerca de lo mal que están las cosas para las tropas estacionadas en el Golfo.

Es probable que en Irak y en el Líbano haya quedado enterrado, aunque sea provisionalmente, el aberrante programa de guerra preventiva contra buena parte del mundo que Dick Cheney y Rumsfeld soplaron a los receptivos oídos de Bush al empezar el siglo, y que la tragedia del 11 de Septiembre de 2001 contribuyó a poner en práctica. Termina 2006 sin que lluevan bombas inteligentes sobre Irán. Al empezar el año, nadie hubiera podido jurar que así sería.

1 comentario:

  1. Una linda guerra contra Irán haría caer la producción y subiría el precio del petróleo. Linda ganancia. Aunque quede un poco feo tirar unos misiles, lo están pensando los tipos.
    Saludos!!

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