
La voluntad del difunto general revolucionario se cumplió
treinta años más tarde, aunque parcialmente: sus restos fueron trasladados a
Buenos Aires, pero no al cementerio sino a la iglesia catedral. Es fama que las
autoridades religiosas opusieron alguna resistencia. Es que aún no se había
inventado el catolicismo retrospectivo de San Martín, y los curas sabían que el hombre no
había sido precisamente de los suyos.
El gobierno de Nicolás Avellaneda, pródigo en créditos,
logró finalmente convencerlos, pero ellos se las arreglaron para que la tumba
se construyera no en el interior de la iglesia sino en un recinto lateral,
fuera de lo que llaman el “perímetro consagrado”. Está, pero no está.
Una persistente tradición sostiene, además, que el féretro
está inclinado en el interior de la tumba, con el extremo que corresponde a la
cabeza más abajo que el de los pies. El presidente del Instituto Sanmartiniano,
un general, declaró a la prensa hace dos años que fue así porque el ataúd era más
grande de lo previsto y no entraba en posición horizontal. Otros creen que se
trató de un gesto intencional. Esa posición del féretro, dicen, estaba reservada
a los condenados al infierno.
Bueno, qué puede esperarse de un masón...
ResponderEliminarAbrazo!