viernes, 5 de abril de 2013

Inundaciones


“Bramando se viene el agua del Paraná, creciendo noche y día sin parar”. Así decía la letra de Los inundados, un chamamé muy popular en los años sesenta. Y así eran las inundaciones que conocí de chico, aunque el que crecía no era en mi caso el Paraná, sino el arroyo Villaguay o los ríos Gualeguaychú o Gualeguay, en Entre Ríos. Se la veía venir, a la inundación. El agua salía de su cauce, y avanzaba, a veces durante días, y los pobladores iban midiendo y calculando hasta dónde llegaría esa vez. Primero las casitas o los ranchos más cercanos a la costa, después los bordes del pueblo, y en los peores casos más adentro.

Había evacuados, y las escuelas, las iglesias y los cuarteles albergaban a las víctimas, que esperaban el momento de volver a sus casas. Había dolor, y miedo, y pérdidas, y hasta tragedias. Pasaba en zonas rurales o casi, y y en los barrios ribereños de las ciudades. En ocasiones eran graves. Pero se las veía venir. Algunos podían sacar algo de sus casas, y hasta salir ellos mismos antes de que llegara el agua.

Estaba triste la tarde cuando me fui”, decía la canción, pero al final el cielo se limpiaba, cantaban las calandrias y los crespudos, y los inundados volvían a sus casas, o a lo que hubiera quedado de ellas, a seguir su vida “peleando a la corriente”. Así las recuerdo. No hay nada de romántico ni de pintoresco en la evocación. Había un pueblo que sufría, pero esas inundaciones tenían un ritmo, un anuncio, un tiempo, una integración con esos ríos que mientras no mostraban su potencia destructiva formaban parte de lo mejor de la vida.

Ahora, en la gran ciudad de Buenos Aires, las inundaciones son relampagueantes, imprevistas, ubicuas. Media hora de lluvia impiadosa, y las calles se vuelven torrentes que barren con todo, y el agua se mete en las casas por sorpresa, en cualquier barrio, en plena madrugada, y en pocos minutos arruina y mata. Y la culpa no la tiene la naturaleza de un río. Hay culpables de carne y hueso. Desidia, incompetencia, corrupción. Cuando el cielo se limpia, no se oye cantar a ningún pájaro.

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