“Bramando se viene el agua del Paraná, creciendo noche y día sin parar”. Así decía la letra de Los inundados, un chamamé muy popular en los años sesenta. Y así eran las inundaciones que conocí de chico, aunque el que crecía no era en mi caso el Paraná, sino el arroyo Villaguay o los ríos Gualeguaychú o Gualeguay, en Entre Ríos. Se la veía venir, a
Había evacuados, y las escuelas, las iglesias y los cuarteles albergaban a las víctimas, que esperaban el momento de volver a sus casas. Había dolor, y miedo, y pérdidas, y hasta tragedias. Pasaba en zonas rurales o casi, y y en los barrios ribereños de las ciudades. En ocasiones eran graves. Pero se las veía venir. Algunos podían sacar algo de sus casas, y hasta salir ellos mismos antes de que llegara el agua.
“Estaba triste la tarde cuando me fui”, decía la canción, pero al final el cielo se limpiaba, cantaban las calandrias y los crespudos, y los inundados volvían a sus casas, o a lo que hubiera quedado de ellas, a seguir su vida “peleando a la corriente”. Así las recuerdo. No hay nada de romántico ni de pintoresco en
Ahora, en la gran ciudad de Buenos Aires, las inundaciones son relampagueantes, imprevistas, ubicuas. Media hora de lluvia impiadosa, y las calles se vuelven torrentes que barren con todo, y el agua se mete en las casas por sorpresa, en cualquier barrio, en plena madrugada, y en pocos minutos arruina y mata. Y la culpa no la tiene la naturaleza de un río. Hay culpables de carne y hueso. Desidia, incompetencia, corrupción. Cuando el cielo se limpia, no se oye cantar a ningún pájaro.
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