
Después, el once de septiembre fue un bombardeo en Santiago
de Chile, donde un hombre honrado y valiente se despedía de su pueblo, por el
que había intentado una hazaña formidable: llegar a la justicia, a la igualdad,
sin sangre ni violencia pero sin agacharse y sin mezquinar el propio cuerpo.
Adiós a Salvador Allende, y a su empresa ingenua pero lúcida, lúcida pero
ingenua. Y yo tenía un amigo, allí, en Santiago, por quién tuve miedo ese día,
y cuya muerte tuve que llorar poco más adelante.
En 2001, el once de septiembre por la mañana, fui con mi
pequeña hija de dos años a un negocio del que era mi barrio, Villa Crespo, a comprarle un
par de zapatillas. Le estaba probando unas cuando la dueña del negocio me
preguntó si sabía lo que pasaba en Nueva York, donde un avión se
había estrellado contra una de las Torres Gemelas. No sé cuántas cosas pensé en
ese instante, pero levanté en brazos a mi chiquita de cabeza enrulada, dejé la
compra para otro día, y corrí hasta mi casa, y encendí el televisor justo a
tiempo para ver que un segundo avión chocaba de lleno contra la segunda torre.
Volví a tener miedo, ahora por personas de las que ignoraba todo
individualmente: afganos, iraquíes, palestinos. Otra vez el miedo tenía razón.
Es difícil saber ahora qué cosas dice el once de septiembre,
un día de un mes que por otra parte representa la vuelta de la vida para
aquello de más arcaico que sigue vivo en nosotros. Un mes que se fue cargando
de resonancias que, al menos en mí, pueden más que la primavera.