viernes, 15 de julio de 2011

Vida presunta de un Jefe de Gobierno


Cuando él nació, en febrero de 1959, hacía muy poco que Arturo Frondizi había dado a luz el Plan Conintes con el fin de perseguir a los trabajadores en  huelga y llenar las cárceles con ellos. Casi medio siglo después, como Jefe de Gobierno de la ciudad de Buenos Aires, vetó una ley sancionada por la Legislatura que proponía merecidas aunque tardías reparaciones para las víctimas, precisamente, de aquel plan.

Solo tenía diez años cuando el país se sacudió con el Cordobazo. Su padre el millonario debió taparle los ojos y los oídos para que no le llegaran el sonido y la furia de la revuelta popular. Sus compañeritos del colegio Cardenal Newman lo deben haber ayudado a evitar también toda exposición al ventarrón de los años setenta.

Recién cumplidos los 17, ya era un hombrecito el 24 de marzo de 1976. Deben haber celebrado todos juntos, en el colegio, el nacimiento de un nuevo país. Tal vez se enteró de que en la lejana Tucumán un general hacía amontonar en camiones a todos los mendigos de las calles y los hacía abandonar lejos, en medio de la nada, donde no afearan el paisaje urbano. Tal vez aprendía, por si alguna vez tenía que gobernar una ciudad.

La Pontificia Universidad Católica Argentina lo acogió en su seno para que allí se convirtiera en ingeniero, de modo que pasó los años del Terrorismo de Estado en esas piadosas aulas, a salvo de la verdad. No hubo desaparecidos, ni en los alrededores de casa, ni en la Facu, ni en los lugares en los que se divertía y practicaba deportes sanamente, con otros jóvenes herederos.

Ya con el diploma universitario y con las bendiciones del Opus, siguió sus estudios, o su recolección de títulos, según se mire. Hubo cursos en Columbia University  y en The Warthon School of the University of Pennsylvania. Ellos versaban sobre habilidades financieras para ejecutivos. Tal vez aprendía así cómo conducir un estado, sin saberlo, porque todo interés por la política le era ajeno.

Después sí, el duro mundo del trabajo en las empresas del padre rico y amigo del poder, que en esa época ejercía Carlos Menem. Él aprendía, en ese mundo lleno de dinero, de viajes, de largas vacaciones en Punta, de fiestas exclusivas, de muchachas que salían en la revista Caras. Fue entonces, con seguridad, que nació la vocación. Cuando consiguió la presidencia de uno de los clubes más grandes del país, supo que podía lograrlo, sin enterarse siquiera de qué cosa era la política.

Ahora está ahí, a un paso de la reelección en Buenos Aires. Todos saben lo que ha hecho y lo que ha dejado de hacer en la mayor de las ciudades del país. Lo más grave, probablemente, es que él en sí mismo es una rotunda desmentida  a lo que algunos habían empezado a creer: que los peores legados de la década infame menemista habían sido conjurados en el país. Él sonríe y baila, entre globos de colores. Detrás de él, hay quienes piensan que, con un poco de suerte, lo aguarda un escalón más alto después de la ciudad.

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