martes, 31 de agosto de 2010

El Negro Tula


Escribí esta nota hace dos años, para despedir a un querido amigo que acababa de morir. La reproduzco hoy, in memoriam.


Le gustaba conversar mientras caminaba por Callao o por la Avenida de Mayo, con la mano derecha apoyada sobre el hombro del otro. Con su acento tan inconfundible como reacio a las clasificaciones, iba y venía de un debate teórico de la izquierda italiana a la belleza de una fachada, de un recital de tango o de jazz a un recuerdo de su exilio en Méjico, de la calidad del cinco de Boca a una pregunta personal, nunca invasora, siempre cálida.

Jorge Tula, el Negro, andaba siempre con los bolsillos del saco llenos. Sacaba de ellos recortes, un papel en el que había escrito una palabra para la que no encontraba la mejor traducción, unas entradas de cine viejas, las mentitas, un lápiz, un libro. A veces el libro no era para él. “Lo vi en una mesa de saldos”, decía, “y se me ocurrió que te podía interesar”. Desde que la vida se le apagó el 30 de agosto pasado, parece que todos los bolsillos del mundo estuvieran vacíos.

El Negro era un socialista contagioso, un intelectual radical, un apasionado por la política y por las ideas. En 1976, a poco de instalada la dictadura de Videla, un grupo de tareas lo secuestró en la Editorial Siglo XXI, donde trabajaba. Estuvo desaparecido, fue blanqueado después como preso político en La Plata, y partió por fin al exilio. La barbarie de la derecha le pasó factura por su militancia, por los textos subversivos que había editado y traducido, por la insustituible Pasado y Presente de la primera mitad de los setenta. Pero él nunca hablaba de aquellos padecimientos, nunca pronunciaba una palabra de auto compasión. Si hablaba de la cárcel, era para recordar la solidaridad en el encierro, al “changuito” compañero de celda con el que jugaba al ajedrez, o los libros que le acercaba la Gallega, su compañera de toda la vida. La queja no era compatible con la entereza, la cordialidad y la finura que acompañaron su estar en el mundo hasta el último día.

De Méjico se trajo muchas cosas. Más amigos, más aprendizajes, la experiencia de la revista Controversia, en la que ayudó a reunir a los exiliados de la izquierda marxista con los peronistas de la Tendencia Revolucionaria. Y el saludo, “qué hubo, buey”, que no desmentía la tonada en la que se fundían la Catamarca de su infancia, la Córdoba de sus años de estudiante, los colores porteños de su madurez. Una tonada que se parecía, en esa apertura al mundo que no desdeñaba las raíces locales, a su manera de pensar.

Cuando se lo instaba a reunir sus muchos papeles para editarlos en un libro, solía decir que si no lo hacía era por vanidad: “Ya que no puedo escribir como Borges, prefiero no escribir”. Pero felizmente escribía, aunque le costaba encontrar el momento de pulir los borradores. La suya era una prosa rica y sugerente, persuasiva y elegante. No lo desvelaba la pulcritud del producto terminado porque escribía para pensar, para poner a prueba sus propios puntos de vista, para reconocer cuando ellos habían envejecido, para arrimar a los discursos obsoletos los destellos del pensamiento de la izquierda en cualquier lugar del mundo.

En las dos últimas décadas, como hombre del Partido Socialista, como compañero y amigo de Alfredo Bravo, de Jorge Rivas, de Oscar González, fue tan completamente leal a ellos como a sí mismo. Conocedor de la urgencia que requieren a veces las decisiones políticas, sabía también (y nadie entendería mejor la imagen futbolera) que a veces es imprescindible parar la pelota, levantar la cabeza y pensar. El Negro era un tipo que no sabía agacharse, así que nunca dejó una crítica sin hacer, una discrepancia sin formular. Pero jamás, tampoco, le sacó el cuerpo a la defensa de una resolución que hubieran adoptado los suyos. Capaz de la mayor moderación política y sincero cultivador del diálogo, se resistió siempre a caminar al lado de los resignados, de los necios, de los auto complacientes, de los que estuvieran dispuestos a olvidar, aunque fuera circunstancialmente, los principios.

Todos los que tuvieron el privilegio de ser sus amigos prueban ya diariamente el tamaño de su ausencia. Una ausencia más grande que su enorme figura, tan grande como su enorme corazón. “Suyo fue el ejercicio generoso de la amistad genial”, escribió Borges en homenaje a no importa quién. Otro intelectual, Eric Hobsbawm, caracterizó una vez a José Aricó como “un socialista impresionante”. Los dos, aunque ninguno de ellos lo supiera, hablaban también del Negro Tula.

martes, 17 de agosto de 2010

San Martín y el fanatismo

José de San Martín se convirtió al catolicismo casi cien años después de su muerte. El milagro fue obra del ejército argentino y de la Santa Iglesia, con la colaboración de un lote de historiadores de tercera o cuarta línea. Para que el centenario de su muerte, en 1950, se pudiera celebrar con dignidad, el Padre de la Patria tenía que ser un católico ferviente.

En vida, sin embargo, había sido un liberal revolucionario, anticlerical como el que más, al que Manuel Belgrano había tenido que convencer pacientemente de que al frente del Ejército del Norte debía mostrarse como un devoto creyente. “Mi amigo”, le escribía el 6 de abril de 1814, “no se olvide de que es usted un general cristiano, apostólico, romano”.

San Martín tendía a olvidarlo, pero Belgrano había aprendido el alto costo que había tenido para los patriotas la “guerra de opinión” que les habían hecho los realistas llamándolos herejes, y atrayendo así “las gentes bárbaras a las armas”, con la excusa de que ellos “atacaban la religión”. “No deje de implorar a Nuestra Señora de las Mercedes”, insistía Belgrano, “nombrándola siempre nuestra Generala, y no olvide los escapularios a la tropa”.

Esas formalidades públicas, que San Martín cumplió sin demasiado énfasis, fueron la base de la conversión retrospectiva. En 1944, J. L. Trenti Rocamora llegó a escribir que San Martín “tenía devoción a la Santísima Virgen, frecuentaba los sacramentos, acataba el pontificado, y finalmente quiso morir como un buen cristiano”. No importaba demasiado si el hombre había omitido en su testamento cualquier mención de creencia religiosa alguna, si había pedido que se lo llevara al cementerio sin ninguna ceremonia, si al sintetizar en diez máximas la educación que quería dar a su pequeña hija Mercedes había dedicado una a dejar constancia de que pretendía inspirarle sentimientos de indulgencia hacia todas las religiones. Léase bien: indulgencia. Hacia todas.

Tampoco importaba que el 6 de abril de 1830, en carta a su amigo Tomás Guido, se hubiera burlado de las negociaciones diplomáticas que Buenos Aires había encarado con el Papa. “Esta ocasión me vendría de perillas para calzarme el obispado de Buenos Aires”, bromeaba. Pero en la misma carta lamentaba que la voluntad de llegar a un acuerdo con Roma dejara ver que su “malhadado país” todavía tenía que lidiar con el fanatismo. “Afortunadamente”, se consolaba, “nuestro pueblo se compone de verdaderos filósofos, y no es fácil empresa moverlo por el resorte religioso”.

El azar ha hecho que apenas 48 horas separen el 17 de agosto, aniversario de la muerte de San Martín, de la fiesta católica de la Asunción de María. O sea, del día en el que la Virgen ascendió, literalmente, a los cielos. Según los creadores del San Martín católico, él habría celebrado el fasto con devoción. Parece más probable que hubiera lamentado la supervivencia del fanatismo.

martes, 10 de agosto de 2010

La Franja de Gaza

A la Franja de Gaza no la quiere nadie. Salvo, por supuesto, el millón y medio de personas que la habitan, y que querrían hacer de sus 360 kilómetros cuadrados una parte del estado palestino al que no se le permite nacer. Setenta de cada cien de esos habitantes están situados por debajo de lo que las estadísticas llaman la línea de pobreza, y cien de cada cien viven expuestos a las miserias propias de la ocupación militar por parte del estado de Israel, que la ocupó por la fuerza en la guerra de los Seis días, en junio de 1967.

No la quiso Egipto en 1978, cuando pudo obtenerla por medio de los acuerdos de Camp David, que sellaron su paz con Israel, que ya no la quería. Mucho menos la quisieron los israelíes desde 1987 en adelante, cuando la Intifada, la rebelión en la que niños y jóvenes de Gaza se enfrentaron a pedradas contra las patrullas del ejército de ocupación, les demostró que la Franja era, como lo había anticipado su histórico lider Ben Gurion, “una bomba de relojería”.

Es que los palestinos de Gaza, además de pobres, son rebeldes desesperados. Por eso tampoco la quieren los dirigentes de Al Fatah, la organización palestina que se ha vuelto aceptable para israelíes y estadounidenses: como no pueden controlarla, prefieren dejarla en manos de sus rivales de Hamas, islamistas radicales ganadores de las últimas elecciones libres en los territorios ocupados, que no parecen dispuestos a rendirse.

Hamas es una organización a la que la Casa Blanca califica de terrorista. Sus votantes, por lo tanto, pueden ser privados del agua, pueden ser obligados al hambre y al desamparo. Los niños de Gaza pueden ser ametrallados mientras toman sol, y pueden ser destrozados por las mismas aplanadoras israelíes que demuelen las casas de sus familias.

Algunos diarios de hoy publican una breve noticia: los hospitales de Gaza están sin electricidad por falta de combustible. Eso podría provocar una crisis humanitaria. Con tanta humanidad sufriente, la expresión crisis humanitaria puede no significar mucho para los que allí viven y padecen. El apagón, en cambio, puede resultar un alivio para muchos de los poderosos del mundo. Porque a la Franja de Gaza no sólo no la quiere nadie: casi nadie la quiere ver. La oscuridad ayuda.